Cuando echamos la vista atrás
recordando tiempos lejanos, a los antiguos pobladores y sus grandes
habilidades, siempre atribuimos al Islam, a la Marca Superior de Al Ándalus que
dominó estas tierras entre los siglos VIII y XII, su control de la hidráulica.
Muchos ancianos, preguntados por el origen de los sistemas de riego que
enverdecen y alimentan tierras y cultivos, siempre los atribuyen a “Los Moros”.
Sin embargo esta atribución de los
logros constructivos relacionados con las infraestructuras hidráulicas a la
Marca Superior de Al Ándalus, dista mucho de ser cierta. Muy al contrario, la
mayor parte de las hectáreas de regadío que encontraron los ejércitos
cristianos, una vez reconquistados los territorios de nuestras comarcas, tenían
su origen en la dominación romana de la península ibérica.
Aunque existen construcciones de cuyo
origen ni siquiera los expertos se ponen de acuerdo. Infraestructuras
utilizadas durante tanto tiempo, con los consiguientes arreglos y
remodelaciones, que datar su construcción original se hace del todo imposible.
Es el caso del acueducto de los Arcos, en Calanda. O también del sistema
hidráulico que nace en el lugar que protagoniza nuestro artículo. Sus aguas,
desde antiguo, se han considerado con propiedades medicinales.
Se trata de la Fuente de “Los Baños”,
en el término municipal de Dos Torres de Mercader, pequeña pedanía de
Castellote situada en la margen izquierda del rio Guadalope, a los pies de la
zona suroccidental de la Sierra de los Caballos.
Amaneció un día plomizo, húmedo. El
manto grisáceo que cubría el cielo amenazaba con estropear nuestra excursión. Pero
conforme avanzaba la mañana los rayos de sol comenzaron a abrir brillantes
grietas en la espesa capa de nubes. Grietas por las que poco a poco se iba
abriendo paso el color azul. Así que, tras la comida, nos pusimos en marcha.
Tomamos la carretera de Berge, en
dirección a Molinos y después a Castellote. A la altura de la fuente del Salz,
frente a la monumental masía de la Capellanía, existe un cruce a la derecha,
cuya carretera se desliza colina arriba hacia los altiplanos de la Sierra de
los Caballos. No hace muchos años, antes de que se construyera esta vía de
comunicación, los vecinos de Cuevas de Cañart, Dos Torres de Mercader y Ladruñán
utilizaban la serpenteante carretera que
discurre por la parte izquierda del pantano de Santolea, en dirección a
Castellote. Una carretera en algunos tramos tan estrecha que el paso de un
vehículo pesado es de dificultad extrema.
Esta nueva carretera es de firme
regular y dos carriles. Una bendición para los vecinos de estas poblaciones.
Eso sí, el descenso hasta la vía que une Dos Torres y Cuevas, se realiza
paralelo al Barranco de Dos Torres, por una cuesta tan pronunciada que, sin
lugar a dudas, debe suponer todo un desafío para los frenos eléctricos de los
vehículos de gran tonelaje.
Una vez descendemos la cuesta,
llegamos a un cruce en el que viene perfectamente indicado el camino a tomar
para llegar a nuestro objetivo. Así que tomamos la dirección adecuada y
continuamos hacia la pedanía castellotana. Pronto distinguimos la silueta de la
pequeña villa a los pies de la carretera, bajo la supervisión de la torre de su
iglesia de planta cuadrada, achaflanada, y coronada por un pequeño cuerpo
octogonal en el que se distinguen varios óculos circulares.
Según he leído, el nombre de Dos
Torres es debido a que, tras la reconquista, existían en este escarpado valle
dos masías que explotaban los recursos agrícolas del cauce del barranco. Esas
masías fortificadas tenían su propia torre de defensa, de ahí las “Dos Torres”
que aparecen en el escudo de la población.
El origen de las masías se desconoce.
Pudieron ser alquerías islámicas fortificadas posteriormente por la encomienda
templaría de Castellote, dado que se encontraban muy cerca de la frontera tras
los primeros años de la reconquista. O incluso pudieron estar construidas sobre
los restos de alguna villa romana dedicada a la producción del aceite. La
cuestión es que aquellas dos masías, con la consolidación de las fronteras,
iniciaron una rápida expansión hasta que se formó un núcleo de población
estable a su alrededor. Un núcleo de población cuyo recurso predominante fue la
oliva, pues llegó a contar con cuatro fabricas de aceite.
Aparcamos frente al Ayuntamiento, en
la plaza Mayor. La casa de la Villa es un bellísimo edificio construido en
sillar y sillarejo. Aunque enlucido en su mayor parte, todavía se distinguen
sus monumentales trazas. Dispone de una pequeña lonja y su fachada está
decorada con un enorme reloj solar. Destaca el acceso al edificio, una puerta
señorial cuyo vano es de un sillar de bella factura.
Tomamos la calle que nace en la
plaza, entre el Ayuntamiento y la Iglesia bajo la curiosa advocación a San
Abdón y San Senén, dos santos poco conocidos en nuestras tierras. La vía tiene
el nombre de “Don Ramón Álvarez”. Desconozco a que ilustre personaje rinde
homenaje. Sólo he encontrado referencias a un imaginero español nacido en
Zamora, pero dudo mucho que se refiera a él. Continuamos por la misma calle
hasta que nos topamos con una fachada blanca decorada con una bella hornacina
en honor a San Blas. Allí continuamos por la izquierda, siguiendo la calle
Ramón Álvarez, hasta un bellísimo lavadero convenientemente restaurado. A
partir de allí, descendemos por un estrecho camino encerrado por las tapias de
las huertas, hasta la orilla del mismo barranco de Dos Torres. El camino está
señalizado con las correspondientes marcas de sendero de pequeño recorrido,
blanca y amarilla, por lo que es muy difícil perderse.
Una vez en el cauce del barranco, si
vamos en esta época del año, tan solo tenemos que seguir el camino de hojas
amarillas. Los chopos, en su habitual “strip tease” del otoño, van despojándose
poco a poco de todas sus hojas, que se depositan con suavidad sobre la
vegetación que esta a los pies de los majestuosos reyes del bosque de ribera. Amarillos, verdes, ocres, grisáceos, rojizos,
blanquecinos, negruzcos… Una verdadera paleta de colores que explota en nuestra
retina, procurándonos uno de esos momentos en los que nos gustaría que el
tiempo se detuviera.
Absortos, contemplando la belleza del
bosque ribereño en otoño, llegamos hasta el lugar donde la caliza gana terreno
a la tierra de labor y encierra al barranco en la estrechez. Ya se distinguen,
a derecha e izquierda, los mampuestos de una vieja acequia derruida en algunos
trozos y sustituida por tubo de plástico rígido corrugado. Un “mandoble” salvaje a la estética de la
estructura.
Al doblar la pronunciada curva del
barranco, un bellísimo acueducto nos abraza con su imponente fábrica.
Construído para salvar el barranco, todavía transporta el agua que se desvía
aguas arriba. Descansa sobre un monumental arco de medio punto, de unos seis a
ocho metros de ancho, que se compone de grandes sillares, algunos de ellos muy
deteriorados. Sobre el arco, un muro de mampuestos rematado por el pequeño
canal que transporta el líquido elemento.
Por supuesto, no tengo los
conocimientos necesarios para datar esta bella infraestructura, aunque estoy
seguro que su origen generaría controversia incluso entre los eruditos de la
materia. Me coloco bajo el acueducto. ¿Cuatro cinco metros de altura quizá? No
se distinguen marcas en los sillares. Aún en el caso de que hubiesen existido
las duras exigencias climatológicas del angosto barranco han castigado la
piedra de forma notable.
Continuamos hacia adelante. Frente a
nosotros una enorme oquedad, una cueva de grandes dimensiones decorada con el
verde intenso de una vegetación bien alimentada. En la parte superior de la
caliza, a la izquierda, cuelga un manto de líquenes por el que resbala el agua
de un modesto manantial. A la derecha, una frondosa higuera y una vigorosa
hiedra enverdecen la pared rocosa en toda su extensión.
Las aguas que brotan de esa enorme
oquedad, a unos 20 o 30
metros de altura sobre el barranco, se han considerado
medicinales ya desde antiguo. De hecho, en el mismo cauce existen unas represas
artificiales en las que personas aquejadas de enfermedades se bañaban en busca
de sanación. Una manguera de polietileno, que desciende del pequeño balsete que
se forma en lo alto de la cueva, acerca el líquido milagroso a aquellos que no
tengan la capacidad física para subir hasta él.
El sendero de pequeño recorrido
continua barranco arriba, poniendo a prueba la destreza del visitante. Dos
empinadas pasarelas, pozas, rocas de grandes dimensiones depositadas allí por
las avenidas, estrechos pasos y una pequeña vía ferrata no recomendada para
aquellos que sufran de vértigo agudo. Precisamente a los pies de esa vía
ferrata es donde nos topamos con otro de los espectaculares rincones de este
apartado paraje. Una bellísima caída de agua, un “Pozo del Salto” en miniatura,
rodeado de cortadas de caliza enverdecidas que jamás reciben el impacto directo
del sol. Espectacular.
En definitiva, una excursión sencilla
para realizar en familia, que no tendrá mas de cuatro kilómetros entre ida y
vuelta, por un sendero llanero sin grandes dificultades hasta que llegamos a
los pies de la bella fuente de “Los Baños”.
De ahí en adelante, los más atrevidos y aventureros, podrán seguir disfrutando
de un paisaje con una fuerza espectacular. Un paisaje tallado por el empuje de
grandes avenidas que han ido dibujando un espacio de singular belleza. Un lugar
maravilloso en el que evadirse de la rutina diaria.
No me cabe duda de que volveremos. Y
el día que volvamos nos traeremos una garrafa vacía para llenarla del agua
milagrosa, del manantial de vida. Quizá sea solo una leyenda, pero… ¿y si no?
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