" Cada salida, es la entrada a otro lugar"

Este blog pretende transmitir la belleza y peculiaridad de lo cercano, los lugares que nos transportan en el tiempo y en el espacio. Rincones de nuestra geografía más próxima que nos dejan sin aliento o nos transmiten una paz necesaria en momentos de dificultad. Espero contribuir a que conozcamos un poquito más dichos lugares y a despertar la curiosidad del lector para que en su próxima salida, inicie la entrada a otro lugar... un lugar al que viajar sin necesidad de sacar billete.

domingo, 21 de julio de 2019

LOS ESTRECHOS DE VALLORÉ (Montoro de Mezquita)

         o dos mil. El nuevo milenio ya era un hecho, y el anunciado “efecto”, que iba a provocar una intensa jaqueca en todos los ordenadores del mundo, había sido un verdadero bluf. La vida continuaba. De momento, la diferencia entre el siglo XX y el XXI era simplemente un “palito” romano. No fue el nuevo milenio el que lo cambio todo, de eso ya se ocupo el Euro dos años después. 

Un viernes de agosto de aquel temido año dos mil, tres jóvenes alcorisanos departían alrededor de un porrón de cerveza. La conversación giraba en torno a lo decepcionante que resultaba el nuevo mileno. Ni efectos colaterales, ni coches voladores, ni robots mayordomos, ni autobuses espaciales, ni monopatines magnéticos… Todo lo que imaginábamos con respecto al siglo XXI al inicio de los noventa había fallado.

No recuerdo muy bien como, pero la conversación tomo nuevos derroteros. A aquellos  tres jóvenes veinteañeros les encantaba perderse de vez en cuando en la desconocida proximidad, adentrarse en lugares poco transitados, casi salvajes. Aquel día alguno de los tres propuso una excursión al corazón del Guadalope, a los angostos paisajes que el río había dibujado entre las localidades de Aliaga y Montoro de Mezquita. No tardaron mucho los otros dos en decir que sí.

Yo era uno de aquellos jóvenes. Recuerdo muy bien aquella calurosa mañana de agosto en la que decidimos explorar uno de los lugares más inaccesibles que quedaban en nuestro territorio. Que decidimos adentrarnos en aquellos estrechos en los que por aquel entonces no existían estructuras artificiales. Eras tú y el cauce, tu y el lecho acuoso al que las grandes avenidas del invierno había dado forma.

Fue una de las excursiones más “salvajes” que he hecho en mi vida, pero al mismo tiempo una de las más especiales. Ya en el primer estrecho tuvimos que meternos en el agua, y prácticamente no la abandonaríamos hasta la mismísima boca del infierno. De hecho, alguno de nosotros recibió el beso helador del líquido elemento hasta en los sobacos. Y la vuelta no fue menos espectacular, pues decidimos volver por las grandes cimas que envolvían al río Guadalope, siguiendo los angostos pasillos que los jabalís habían realizada en la frondosa vegetación. Inconscientes. Acabamos mojados, arañados, pero excepcionalmente felices.



Jamás olvidare lo que vivimos en aquel paisaje, en aquel mundo alternativo, en aquella tierra indómita encajada en medio de grandes escarpes rocosos, con un micro clima excepcional y con una flora y fauna muy particulares.  Me mojaría una y mil veces y me arañaría una y mil veces, para disfrutar de lugares tan maravillosos.

Por eso la vuelta a los estrechos de Valloré fue tan especial para mí. Era imposible no retrotraerme a aquel año dos mil, a aquella excursión entre amigos tan especial. Las condiciones de la vuelta no eran ni parecidas a la aventura original, volvía solo, con mas kilos y mas años encima, y sabiendo que ahora existían estructuras artificiales que facilitaban el acceso a ese paraíso, pero la sensación seguía siendo la misma, acceder a uno de esos lugares cincelados por el agua a lo largo de millones de años,  que nos dejan boquiabiertos y ojipláticos.

Una soleada mañana de domingo del pasado mes de junio, fue el día elegido para llevar a cabo la aventura. Salí de casa sobre las 7:30 de la mañana, todavía se escuchaba el lejano bullicio de algunos trasnochadores. Pertrechado de agua, de los elementos tecnológicos necesarios, del kit de supervivencia y de mi inseparable Golfo, inicié la marcha hacia el corazón del Maestrazgo.

La que antiguamente era la carretera de La Pintada a Villarluengo, esa que tan bien se conocía “El Caimán”, se llama ahora “The Silent Route”. Y es que la apertura de nuestros magníficos recursos al turismo exterior, a veces requiere del uso de anglicismos que capten la atención del potencial cliente.

Sea como fuere, ni el nombre, ni los tramos de obra que nos encontramos entre Ejulve y el Guadalope,  restan un ápice de belleza a los paisajes que rodean aquella serpenteante carretera. Es cierto que los incendios forestales han mutilado parte de los bosques que cubrían las crestas de Majalinos, pero ese desastre natural también ha dejado al descubierto grandes escarpes y roquedos de caliza que antiguamente estaban cubiertos por el bosque, y que suponen un contraste con el verde del monte bajo, que ya puebla los suelos quemados, realmente espectacular.

En la orilla izquierda de la carretera, antes de descender por el barranco de Los Degollados, han colocado a modo de escultura el logo de la llamada “Silent Route” para que podamos realizar nuestros “selfies” o fotografías de grupo. Es sin lugar a dudas un “photocall” espectacular, lástima que si vienes desde Ejulve, o incumples las normas de tráfico o no puedes acceder, pues tenemos linea continua.


Tras descender paralelos al barranco de los Degollados, en el cruce que encontramos antes de llegar al puente que salva el rio, salimos a la derecha en dirección a Montoro. Tomar aquella carretera es toda una aventura. Intentas disfrutar del maravilloso y abrupto paisaje que te rodea, pero dada su estrechez no puedes evitar fijarte en posibles escapatorias previendo la aparición de otro vehículo en dirección contraria. A eso hay que sumarle los continuos desprendimientos que pueblan la calzada.  No le vendría mal un firme nuevo, más escapatorias y alguna valla que sujetase el terreno.


Montoro de Mezquita está enclavado en un lugar realmente espectacular. Grandes montañas lo abrazan por todos los puntos cardinales, pero sin lugar a dudas, la inmensa pared de piedra que custodia desde el oeste la pequeña localidad del Maestrazgo, llamada según los mapas “La Rocha de la Calvica”, es un elemento diferencial en el paisaje. Justamente es esa pared de piedra la que el Guadalope,   desgarra de camino al Ebro.

Aparco el coche en una explanada que se encuentra mas allá de la iglesia, donde existe un completo merendero. Desde allí sigo la señalización vertical por una senda, bastante trillada y no muy complicada, que me ayuda a descender al fondo del cauce. Una vez en el bosque de ribera, escuchando de fondo los rápidos del llamado pozo de Valloré, me dirijo hacia la imponente muralla pétrea que tengo frente a mí. Es precisamente esa muralla la que sostiene las primeras pasarelas de la ruta.


Ya sabia que todavía no se habían recuperado todas las pasarelas que el Guadalope arranco en su feroz crecida del otoño pasado, pero si las suficientes para recordar aquel paisaje del que disfruté diecinueve años atrás.


Nada mas adentrarme en la primera hoz, las sensaciones se agolpan en mi cabeza. El olor a rio, el cálido sonido del agua deslizándose entre aquellas gigantes rocas, la humedad que impregna todo el ceñido álveo, las vastas sombras que dotan al lugar de una calidez lumínica propia de los grandes estudios cinematográficos, la flora, de unos verdes intensísimos, la fauna, sobretodo aves cuyos cantos son la banda sonora de la excursión… Todo, absolutamente todo lo que me rodea, evoca aquel sábado de agosto del año dos mil.





 

Avanzo por las pasarelas, intentando captar con la cámara fotográfica toda la belleza que me rodea. No cabe duda de que Teruel es una provincia con unas peculiaridades geológicas únicas, y todo el cauce del Guadalope, hasta su entrada en el embalse de Santolea, es buena muestra de ello. Aquellos espectaculares estrechos, aquellos enormes escarpes rocosos que guían a nuestro gran rio en su camino, son capaces de perforar el corazón mas frio, la cornea mas insensible, el oído más duro, el alma mas impasible…

Conforme avanzo por aquella senda de madera, distingo a la izquierda el bellísimo ejemplar de Tejo que despertó la emoción de uno de mis compañeros en aquella antigua excursión, la gran roca en forma de falo que sirvió para enlazar una broma tras otra mientras surcábamos aquellas frías aguas. Mirara donde mirara, mi cerebro lanzaba a la  nube el recuerdo archivado de la otra excursión para que pudiera comparar imágenes.


 
 
 
 
 

Es curioso, mi cabeza es capaz de olvidarse de si he cerrado la puerta o no hace cinco minutos, pero sin embargo recordaba a la perfección los paisajes en los que me encontraba. Tan solo las pasarelas por las que transitaba se me hacían desconocidas. Como es la mente humana.

Asciendo por las pasarelas hasta el punto en el que todavía no estaban repuestas. Todavía recuerdo la fotografía que hice a mis compañeros sobre la enorme roca que aun hoy  se exhibe orgullosa en el centro del río, obligando a las aguas del Guadalope a buscar un camino alternativo por el que discurrir.


Es muy complicado definir este paradisiaco lugar con palabras. Describir lo que uno siente encajonado bajo  aquellos enormes peñascos que rodean al estrecho paso del Guadalope desde Aliaga a Montoro de Mezquita.

No puedo evitar pensar que antes este lugar era un territorio virgen  al que tan solo accedían aquellos intrépidos aventureros que no tenían miedo al agua helada. Actualmente, con las pasarelas,  todo el mundo puede acceder a este rincón especial. ¿Hasta qué punto afectara nuestra continua presencia a la flora y fauna que habita allí?  Es la eterna lucha entre preservar o progresar. Al menos procuremos que los habitantes de aquellos maravillosos estrechos, no noten nuestra presencia cuando vayamos de visita, tenemos la obligación de que así sea.

Como digo muchas veces, la sensación preponderante en lugares como este es la de ser algo muy pequeñito en un todo enorme. En estos emplazamientos en los que la naturaleza nos muestra todo su poder, toda su fuerza, es donde nos damos cuenta de que los humanos nos creemos importantes y en el fondo no somos nada.






La madre tierra seguirá viviendo sin nosotros, nosotros jamás podríamos vivir sin ella. A ver cuando empezamos a darnos cuenta y obramos en consecuencia.