" Cada salida, es la entrada a otro lugar"

Este blog pretende transmitir la belleza y peculiaridad de lo cercano, los lugares que nos transportan en el tiempo y en el espacio. Rincones de nuestra geografía más próxima que nos dejan sin aliento o nos transmiten una paz necesaria en momentos de dificultad. Espero contribuir a que conozcamos un poquito más dichos lugares y a despertar la curiosidad del lector para que en su próxima salida, inicie la entrada a otro lugar... un lugar al que viajar sin necesidad de sacar billete.

lunes, 18 de noviembre de 2019

SANTUARIO DE LA VIRGEN DE ARCOS (Albalate del Arzobispo)


             Existen edificios cuya historia no resulta más vistosa o atractiva que el de otras, cuya riqueza arquitectónica y patrimonial no supone innovación alguna con respecto a  algunas cercanas, pero que por el lugar en el que se proyectó, el punto exacto en el que se erigió, llaman poderosamente la atención. Son construcciones cuya ubicación obliga a plantearse la pregunta de, ¿Por qué ahí? ¿Qué tenía de especial ese lugar?


             Es eso lo que suele suceder cuando alguien observa por primera vez a nuestro protagonista de hoy. Primero impresiona, después provoca la inevitable apertura de nuestras fauces y por ultimo nos hace cuestionarnos sobre las preguntas antes mencionadas.

            El oratorio en cuestión se encuentra integrado en el Parque Cultural del Río Martín, que engloba las localidades de Albalate, Ariño, Alacón, Alcáine, Obón, Peñarroyas y Montalbán. El Santuario de la Virgen de Arcos se encuentra junto al río que da nombre ha dicho parque, en su margen izquierda, entre las localidades de Ariño y Albalate del Arzobispo, en término municipal de esta ultima.

Para llegar hasta allí debemos salir en dirección a Andorra. Desde allí tenemos dos opciones, o bien tomar la pista minera hacia Ariño, o seguir en dirección a la villa del Arzobispo. Nosotros nos decidimos por la ruta Ariñense, pues ese camino nos permitia atravesar los estrechos del Martín, aguas abajo del afamado balneario, unos paisajes realmente fascinantes. ´
           
            El lugar donde esta enclavado el balneario de Ariño es idílico. El río rasga la Sierra de Arcos, provocando en ella una herida longitudinal que dibuja un valle fértil rodeado de grandes elevaciones montañosas. A la derecha, laderas escarpadas de bellas formas, invadidas de pino carrasco. A la izquierda, paisajes áridos y empinados vestidos de bajo matorral. 

 
Al final de la angosta vega de la “Casa de Baños”, cuando la llanura comienza a ganar terreno a la montaña, sobre un promontorio rocoso de aglomerado, se yergue orgulloso el Santuario. Herido en su envoltura, pero desafiando a la gravedad y a los elementos. Es increíble el lugar elegido para su construcción. Siempre es sorprendente encontrar un edificio de estas dimensiones suspendido sobre la roca.

Aparcamos el coche bajo la fachada Sur de la construcción. Ojiplático, observé con detenimiento las arcadas que sujetan los deteriorados muros de la hospedería. Mi experiencia en las lides exploratorias, me dice  que los lugares donde se construían las ermitas o santuarios en el Medievo y la edad moderna no se escogían por casualidad. Entonces, ¿Por qué esa atalaya rocosa en concreto?

La respuesta la encontré en la WEB del Centro de Estudios de Andorra, en ella nos indican que “El pasado más remoto del edificio parece estar relacionado con una fortaleza anterior, primero musulmana y después cristiana, vinculada al poblado desaparecido de Arco (ubicado al pie del promontorio). En un manuscrito del siglo XVII se apuntaba que fue la parroquia de esta población, llamada Arcos de Almazán y que su rector era el titular de la parroquia de Ariño.

 
Subimos de nuevo al vehículo y nos dirigimos a la explanada existente en la cara norte del complejo, donde existen unos edificios de servicio modernos, probablemente construidos con el fin de servir de plataforma logística en  los encuentros romeros que se realizan en este santuario. Antes de llegar a la explanada, a nuestra izquierda, un pequeño eremitorio alberga un bellísimo peirón coronado por una cruz, un peirón que nos recuerda que estamos entrando en territorio de culto católico. El domingo del Rosario, dos semanas después del de Resurrección, se celebra una multitudinaria romería al santuario, a la que acuden vecinos y vecinas de Ariño y Albalate. Una extraordinaria jornada de convivencia entre dos poblaciones que comparten devoción por la Virgen de Arcos.
 
 
Tomamos la cuesta que sube hacia el Santuario. A nuestra derecha dejamos una cuidada fuente donde un lugareño se afana por llenar tres enormes garrafas. Pasamos bajo una arcada de medio punto de nueva construcción, probablemente de la segunda mitad del siglo XX. Lo preside una hornacina con una bella talla de la Virgen. Los muros, construidos en tapial, y la carpintería de la hospedería están muy deteriorados, apuntalados por unos contrafuertes de ladrillo bastante llamativos que afean en demasía el conjunto. Nos asomamos a la puesta principal de la Ermita, pero para nuestra desgracia tan solo pudimos contemplar el patio, el resto del edificio estaba cerrado, y no había reja alguna que permitiese ver su interior.


 
  
            Según leí de nuevo en la WEB del CELAN, “el interior del templo, fabricado en ladrillo y mampostería,  está decorado con yeserías y estucos con motivos geométricos y vegetales, pintados en  colores; los muros y columnas están revestidos con un arrimadero de azulejos.”

            Nos asomamos al vacio por la cara sur del complejo, es un paisaje impresionante. Un lugar cuya posición estratégica es determinante para frenar el avance de las tropas venidas del norte. Probablemente una pieza más del entramado defensivo que la Taifa Valenciana del Rey Lobo tejió en nuestro territorio para intentar frenar el avance del Reino aragonés.

  
            Escucho una vez más los sonidos de la naturaleza, la tranquila quietud de un paisaje sorprendente, y pienso, “Una vez más, los lugares en los que se construían los edificios de culto no se eligieron por casualidad. Principio de economía, construir donde ya existían estructuras anteriores para poder usar sus materiales constructivos.”

            Volveremos el domingo del Rosario de 2020 para poder ver el interior del templo. No nos quedaremos con las ganas.



domingo, 21 de julio de 2019

LOS ESTRECHOS DE VALLORÉ (Montoro de Mezquita)

         o dos mil. El nuevo milenio ya era un hecho, y el anunciado “efecto”, que iba a provocar una intensa jaqueca en todos los ordenadores del mundo, había sido un verdadero bluf. La vida continuaba. De momento, la diferencia entre el siglo XX y el XXI era simplemente un “palito” romano. No fue el nuevo milenio el que lo cambio todo, de eso ya se ocupo el Euro dos años después. 

Un viernes de agosto de aquel temido año dos mil, tres jóvenes alcorisanos departían alrededor de un porrón de cerveza. La conversación giraba en torno a lo decepcionante que resultaba el nuevo mileno. Ni efectos colaterales, ni coches voladores, ni robots mayordomos, ni autobuses espaciales, ni monopatines magnéticos… Todo lo que imaginábamos con respecto al siglo XXI al inicio de los noventa había fallado.

No recuerdo muy bien como, pero la conversación tomo nuevos derroteros. A aquellos  tres jóvenes veinteañeros les encantaba perderse de vez en cuando en la desconocida proximidad, adentrarse en lugares poco transitados, casi salvajes. Aquel día alguno de los tres propuso una excursión al corazón del Guadalope, a los angostos paisajes que el río había dibujado entre las localidades de Aliaga y Montoro de Mezquita. No tardaron mucho los otros dos en decir que sí.

Yo era uno de aquellos jóvenes. Recuerdo muy bien aquella calurosa mañana de agosto en la que decidimos explorar uno de los lugares más inaccesibles que quedaban en nuestro territorio. Que decidimos adentrarnos en aquellos estrechos en los que por aquel entonces no existían estructuras artificiales. Eras tú y el cauce, tu y el lecho acuoso al que las grandes avenidas del invierno había dado forma.

Fue una de las excursiones más “salvajes” que he hecho en mi vida, pero al mismo tiempo una de las más especiales. Ya en el primer estrecho tuvimos que meternos en el agua, y prácticamente no la abandonaríamos hasta la mismísima boca del infierno. De hecho, alguno de nosotros recibió el beso helador del líquido elemento hasta en los sobacos. Y la vuelta no fue menos espectacular, pues decidimos volver por las grandes cimas que envolvían al río Guadalope, siguiendo los angostos pasillos que los jabalís habían realizada en la frondosa vegetación. Inconscientes. Acabamos mojados, arañados, pero excepcionalmente felices.



Jamás olvidare lo que vivimos en aquel paisaje, en aquel mundo alternativo, en aquella tierra indómita encajada en medio de grandes escarpes rocosos, con un micro clima excepcional y con una flora y fauna muy particulares.  Me mojaría una y mil veces y me arañaría una y mil veces, para disfrutar de lugares tan maravillosos.

Por eso la vuelta a los estrechos de Valloré fue tan especial para mí. Era imposible no retrotraerme a aquel año dos mil, a aquella excursión entre amigos tan especial. Las condiciones de la vuelta no eran ni parecidas a la aventura original, volvía solo, con mas kilos y mas años encima, y sabiendo que ahora existían estructuras artificiales que facilitaban el acceso a ese paraíso, pero la sensación seguía siendo la misma, acceder a uno de esos lugares cincelados por el agua a lo largo de millones de años,  que nos dejan boquiabiertos y ojipláticos.

Una soleada mañana de domingo del pasado mes de junio, fue el día elegido para llevar a cabo la aventura. Salí de casa sobre las 7:30 de la mañana, todavía se escuchaba el lejano bullicio de algunos trasnochadores. Pertrechado de agua, de los elementos tecnológicos necesarios, del kit de supervivencia y de mi inseparable Golfo, inicié la marcha hacia el corazón del Maestrazgo.

La que antiguamente era la carretera de La Pintada a Villarluengo, esa que tan bien se conocía “El Caimán”, se llama ahora “The Silent Route”. Y es que la apertura de nuestros magníficos recursos al turismo exterior, a veces requiere del uso de anglicismos que capten la atención del potencial cliente.

Sea como fuere, ni el nombre, ni los tramos de obra que nos encontramos entre Ejulve y el Guadalope,  restan un ápice de belleza a los paisajes que rodean aquella serpenteante carretera. Es cierto que los incendios forestales han mutilado parte de los bosques que cubrían las crestas de Majalinos, pero ese desastre natural también ha dejado al descubierto grandes escarpes y roquedos de caliza que antiguamente estaban cubiertos por el bosque, y que suponen un contraste con el verde del monte bajo, que ya puebla los suelos quemados, realmente espectacular.

En la orilla izquierda de la carretera, antes de descender por el barranco de Los Degollados, han colocado a modo de escultura el logo de la llamada “Silent Route” para que podamos realizar nuestros “selfies” o fotografías de grupo. Es sin lugar a dudas un “photocall” espectacular, lástima que si vienes desde Ejulve, o incumples las normas de tráfico o no puedes acceder, pues tenemos linea continua.


Tras descender paralelos al barranco de los Degollados, en el cruce que encontramos antes de llegar al puente que salva el rio, salimos a la derecha en dirección a Montoro. Tomar aquella carretera es toda una aventura. Intentas disfrutar del maravilloso y abrupto paisaje que te rodea, pero dada su estrechez no puedes evitar fijarte en posibles escapatorias previendo la aparición de otro vehículo en dirección contraria. A eso hay que sumarle los continuos desprendimientos que pueblan la calzada.  No le vendría mal un firme nuevo, más escapatorias y alguna valla que sujetase el terreno.


Montoro de Mezquita está enclavado en un lugar realmente espectacular. Grandes montañas lo abrazan por todos los puntos cardinales, pero sin lugar a dudas, la inmensa pared de piedra que custodia desde el oeste la pequeña localidad del Maestrazgo, llamada según los mapas “La Rocha de la Calvica”, es un elemento diferencial en el paisaje. Justamente es esa pared de piedra la que el Guadalope,   desgarra de camino al Ebro.

Aparco el coche en una explanada que se encuentra mas allá de la iglesia, donde existe un completo merendero. Desde allí sigo la señalización vertical por una senda, bastante trillada y no muy complicada, que me ayuda a descender al fondo del cauce. Una vez en el bosque de ribera, escuchando de fondo los rápidos del llamado pozo de Valloré, me dirijo hacia la imponente muralla pétrea que tengo frente a mí. Es precisamente esa muralla la que sostiene las primeras pasarelas de la ruta.


Ya sabia que todavía no se habían recuperado todas las pasarelas que el Guadalope arranco en su feroz crecida del otoño pasado, pero si las suficientes para recordar aquel paisaje del que disfruté diecinueve años atrás.


Nada mas adentrarme en la primera hoz, las sensaciones se agolpan en mi cabeza. El olor a rio, el cálido sonido del agua deslizándose entre aquellas gigantes rocas, la humedad que impregna todo el ceñido álveo, las vastas sombras que dotan al lugar de una calidez lumínica propia de los grandes estudios cinematográficos, la flora, de unos verdes intensísimos, la fauna, sobretodo aves cuyos cantos son la banda sonora de la excursión… Todo, absolutamente todo lo que me rodea, evoca aquel sábado de agosto del año dos mil.





 

Avanzo por las pasarelas, intentando captar con la cámara fotográfica toda la belleza que me rodea. No cabe duda de que Teruel es una provincia con unas peculiaridades geológicas únicas, y todo el cauce del Guadalope, hasta su entrada en el embalse de Santolea, es buena muestra de ello. Aquellos espectaculares estrechos, aquellos enormes escarpes rocosos que guían a nuestro gran rio en su camino, son capaces de perforar el corazón mas frio, la cornea mas insensible, el oído más duro, el alma mas impasible…

Conforme avanzo por aquella senda de madera, distingo a la izquierda el bellísimo ejemplar de Tejo que despertó la emoción de uno de mis compañeros en aquella antigua excursión, la gran roca en forma de falo que sirvió para enlazar una broma tras otra mientras surcábamos aquellas frías aguas. Mirara donde mirara, mi cerebro lanzaba a la  nube el recuerdo archivado de la otra excursión para que pudiera comparar imágenes.


 
 
 
 
 

Es curioso, mi cabeza es capaz de olvidarse de si he cerrado la puerta o no hace cinco minutos, pero sin embargo recordaba a la perfección los paisajes en los que me encontraba. Tan solo las pasarelas por las que transitaba se me hacían desconocidas. Como es la mente humana.

Asciendo por las pasarelas hasta el punto en el que todavía no estaban repuestas. Todavía recuerdo la fotografía que hice a mis compañeros sobre la enorme roca que aun hoy  se exhibe orgullosa en el centro del río, obligando a las aguas del Guadalope a buscar un camino alternativo por el que discurrir.


Es muy complicado definir este paradisiaco lugar con palabras. Describir lo que uno siente encajonado bajo  aquellos enormes peñascos que rodean al estrecho paso del Guadalope desde Aliaga a Montoro de Mezquita.

No puedo evitar pensar que antes este lugar era un territorio virgen  al que tan solo accedían aquellos intrépidos aventureros que no tenían miedo al agua helada. Actualmente, con las pasarelas,  todo el mundo puede acceder a este rincón especial. ¿Hasta qué punto afectara nuestra continua presencia a la flora y fauna que habita allí?  Es la eterna lucha entre preservar o progresar. Al menos procuremos que los habitantes de aquellos maravillosos estrechos, no noten nuestra presencia cuando vayamos de visita, tenemos la obligación de que así sea.

Como digo muchas veces, la sensación preponderante en lugares como este es la de ser algo muy pequeñito en un todo enorme. En estos emplazamientos en los que la naturaleza nos muestra todo su poder, toda su fuerza, es donde nos damos cuenta de que los humanos nos creemos importantes y en el fondo no somos nada.






La madre tierra seguirá viviendo sin nosotros, nosotros jamás podríamos vivir sin ella. A ver cuando empezamos a darnos cuenta y obramos en consecuencia.

martes, 19 de febrero de 2019

SIMA DE VALDELAMATA (Foz Calanda)



Me habían hablado de ella en muchas ocasiones, pero después de cuatro intentos de búsqueda infructuosa, comenzaba a pensar que, o bien la vegetación la había cubierto, o bien aquella sima no existía. La primera vez no fui solo, me acompaño Luis Moliner, pero ni siquiera cuatro ojos vieron más que dos. Es más, la aventura acabo como el rosario de la aurora, solicitando la ayuda de Javier Figuerola y su sabueso, para encontrar a mi perro, el cual se perdió mientras buscábamos el dichoso agujero. Las tres veces siguientes pasé a unos pocos metros de ella, pero no conseguí localizarla.

Tuvo que ser solicitando ayuda a través de Facebook, cuando un vecino de Foz Calanda, Juanjo Sancho, se ofreció a acompañarme hasta ella para que pudiera ubicarla. Así que, una mañana de domingo, por fin pude ver la sima de la que tanto había oído hablar, de la que tantas historias había oído contar. Su boca tenía poco más de un metro cuadrado y, por lo que me contó Juanjo, una caída vertical de 8 a 10 metros. En ese instante decidí que, me costase lo que me costase, tenía que bajar a conocer su interior.

No fue hasta más de un año después cuando, gracias a nuestros amigos trepadores Nerea y Andrés, pudimos descender al interior de la sima. Un descenso emocionante, que nos descubrió una galería de considerable tamaño que albergaba en su interior alguna que otra sorpresa.

El día elegido fue el 16 de febrero, sábado. Nerea y Andrés, miembros del club “Trepadores Cavernícolas” y con experiencia en el manejo de las cuerdas de escalda, junto  a la familia de “Explorador de Proximidad”, nos pusimos en marcha aquella mañana con el fin de cumplir uno de los grandes propósitos del 2019.

Nunca había rapelado, pero ¿Que mejor momento podía encontrar para hacerlo por primera vez?

Debo reconocer que estaba nervioso, un descenso vertical de diez metros sin tener ninguna experiencia, no era moco de pavo, pero eran tantas las ganas que tenia de explorar aquel subsuelo que ni se me paso por la cabeza no hacerlo.

Conforme nos acercábamos al lugar, serpenteando por los sinuosos caminos de la sierra de los Caballos, un cosquilleo se apoderaba de mi estomago. Estábamos a punto de acceder a un lugar donde poca gente había bajado, un lugar en el que no sabíamos muy bien que nos íbamos a encontrar y con un equipo que yo nunca había usado. Una experiencia fascinante, a la par que arriesgada.

Andrés no tardo demasiado en montar los elementos necesarios para asegurar la bajada. Fue él quien bajo en primer lugar para cerciorarse de que los peligros de aquella hondonada terminaban en el descenso. Así era, según nos comentó tras una primera exploración, una vez abajo, el acceso a todas las salas visitables era seguro y sin necesidad de equipos de escalada.


Tras un pequeño refrigerio y después de colocarnos los elementos de seguridad necesarios, comenzamos el descenso. Debo reconocer que los momentos previos a que la cuerda  se tensara y me mantuviese suspendido, fueron angustiosos. Milésimas de segundo en las que tienes la sensación de que la maraña de fibras entrelazadas  cederá y  caerás de espaldas al agujero. Aunque debo decir que excepto en ese primer momento, el resto del descenso no se me hizo complicado.


Una vez abajo, mientras esperábamos que Nerea comenzase su descenso, no pude evitar explorar aquella primera sala, la principal. Me llamo la atención la gran acumulación de escombro que había en su interior. Además un escombro con piedras de dimensiones considerables que difícilmente se podía haber producido por los arrastres del agua. También localice latas de comida oxidadas, carcasas de proyectil, dos vainas de bala y una pequeña madera ovalada, colocada sobre una piedra a modo de asiento. La estancia, de aproximadamente unos 40 metros cuadrados y una altura de cuatro metros, tenía dos pequeños pasos de metro por metro en su pared norte que comunicaban con otras dos salas, las cuales a su vez también estaban comunicadas por otro pasadizo.


Cuando los tres miembros del equipo estábamos abajo, comenzamos la exploración intensiva de aquella cueva. En primer lugar buscamos explicación al escombro allí acumulado. Como he dicho, era difícil que aquella escoria, con rocas de tamaño considerable, estuviese allí debido a los arrastres de las lluvias. Pensamos en que, o bien lo habían echado allí a conciencia, o por parte del techo había cedido, cayendo sobre el suelo de la cavidad. Aunque si era un derrumbe, ¿Era natural? ¿O podría haber sido provocado por material de guerra en la batalla que tuvo lugar en la zona en marzo de 1938?


La sima se encuentra junto a la línea de trincheras que se extiende sobre toda la Sierra de los Caballos, cercana a los Brusquiles, lugar por el que el ejército franquista rompió las defensas republicanas en marzo de 1938. Fue un episodio más del llamado Frente de Aragón. Una batalla que duro apenas una semana y en la que la aviación alemana y la 4ª de Navarra se emplearon con dureza sobre las posiciones del ejército republicano. Gracias al fantástico trabajo realizado por los investigadores locales Roberto Alquezar y David Alloza, sabemos que según un parte de guerra el 24 de marzo de 1938, se usaron más de 60000 cartuchos, 500 granadas de mano y gran numero de morteros. Buena muestra de la dureza de los combates en la zona.

Continuamos adentrándonos en la cavidad. Entramos en la sala de la izquierda, con la intención de averiguar si aquella sima era la puerta a algún laberinto subterráneo. La caliza comenzaba a dibujar formas hermosas sobre la pétrea estructura y el suelo había dejado de tener el escombro que encontramos en la cámara principal. Había numerosos restos óseos de animales, muestra inequívoca de que habían caído al agujero y jamás pudieron salir. Aquella sala tenía una forma más irregular, una estancia totalmente asimétrica. Tendría alrededor de 30 metros cuadrados.


Abandonamos la sala por un angosto pasillo y accedimos al tercer espacio. Esta nueva estancia comunicaba con la sala principal, de hecho el escombro había cerrado la mayor parte de la comunicación entre salas. Quizá, antes del derrumbe, las dos salas fuesen solo una.

Nada mas acceder a ella, Andrés se percato de los restos óseos que había a los pies del escombro, colocados cuidadosamente sobre un saliente de piedra. La mandíbula, que conservaba aun todos los dientes, no dejaba lugar a dudas, eran restos humanos. Probablemente, fruto de aquella batalla que se produjo una decena de metros sobre nuestras cabezas hacia 81 años, aunque, ¿Quiénes éramos nosotros para dictaminar la antigüedad de aquellos huesos?


En la parte inferior de aquella cavidad había estalactitas y estalagmitas que podían tener milenios, pero que algún desalmado había decidido cercenar. Los trozos de estas maravillosas formaciones pétreas se extendían por el suelo, como victimas de un cruel atentado contra el patrimonio. Aun así las formaciones calcáreas que todavía permanecían vistiendo las paredes y el techo de aquella cueva eran espectaculares, de un blanco inmaculado. Hacia años que el líquido elemento las había abandonado, ni tan siquiera la humedad se adhería a la piel cuando acercabas la mano a ellas.






Buscamos una continuación de la cueva a través de esta última sala. De hecho encontramos hasta dos cavidades que daban la sensación de ser una continuación de la misma, pero ni tan siquiera el más delgado del grupo fue capaz de pasar por el estrecho pasadizo.


Disfrutamos un rato más de aquel subsuelo. Para alguien poco acostumbrado a estas aventuras el momento era especial, una experiencia única en la vida de “Explorador de Proximidad” que nos gusto tanto, que no tardaremos en volver a repetir. Seguro que no es la sima de más difícil acceso, seguro que no es la cueva con las formaciones calcáreas más espectaculares, seguro que no es la cavidad más profunda de la proximidad, pero era nuestra primera sima, y eso hará que no la olvidemos jamás.


Llegó el momento de salir, y con él, la parte mas dura de la aventura. Sabía que en ningún caso seria capaz de impulsar mi peso a través de la cuerda, me faltaba fuerza y experiencia, así que convinimos con Nerea y Andrés que, asegurándome  desde abajo, saldría trepando por las irregulares formas que me ofrecía la pared de la sima. Me costo, pero lo conseguí.

Un día fabuloso, con una compañía excepcional, que se convirtió en una de las aventuras más fascinantes de Explorador de Proximidad.

Tras esta maravillosa experiencia, llego otra aventura no menos espectacular, el rescate de los restos humanos por parte de Guardia Civil y la autoridad judicial, pero esa ya es otra historia.

Fotos: Marián Beltrán y Nerea Salueña

PD: Mil gracias a Nerea Salueña y Andrés Nuez, Trepadores Cavernícolas, sin ellos esta aventura no hubiese sido posible.