" Cada salida, es la entrada a otro lugar"

Este blog pretende transmitir la belleza y peculiaridad de lo cercano, los lugares que nos transportan en el tiempo y en el espacio. Rincones de nuestra geografía más próxima que nos dejan sin aliento o nos transmiten una paz necesaria en momentos de dificultad. Espero contribuir a que conozcamos un poquito más dichos lugares y a despertar la curiosidad del lector para que en su próxima salida, inicie la entrada a otro lugar... un lugar al que viajar sin necesidad de sacar billete.

sábado, 12 de octubre de 2013

EMBALSE DE TEJEDA

              En infinidad de ocasiones nos sorprendemos admirando un lugar precioso del que desconocíamos su existencia. Un lugar cercano a una carretera por la que hemos transitado infinidad de veces sin imaginar que, a unos cientos de metros y oculto por el abrigo de la masa forestal, se esconde uno de esos sitios en los que nuestros sentidos encuentran el acomodo para inducirnos la paz necesaria con la que afrontar los desafíos del día a día.
            En esta ocasión visitaremos uno de esos lugares. Una combinación perfecta entre lo natural y lo artificial. Demostración palpable de que las necesidades hidráulicas del ser humano no están reñidas con el respeto al medio natural, que las obras de regulación no tienen por qué suponer una agresión al paisaje donde se realizan. Sin lugar a dudas, el embalse de Tejeda es un claro ejemplo de ello.
            Inicio mi camino por la nacional 211, dirección Teruel. Hace muy pocos días me dijeron que si Alcorisa fuese igual de ancho que de largo seriamos una ciudad. No les faltaba razón, hay pocos pueblos en España cuya travesía sea tan larga como la nuestra.
            Una vez abandono Alcorisa, continuo por esta carretera principal. He recorrido muchas veces este mismo camino cuando trabajaba en los desmontes de Crivillen, pero reconozco que la gran mayoría de ellas sucumbía al tierno abrazo de Morfeo. Dejo a mi izquierda la localidad de Los Olmos y, tras unos kilómetros, aparece ante mí el matadero de La Mata, una construcción de grandes dimensiones que ha sucumbido a los estragos de una crisis que dura ya demasiado tiempo. Es curioso cómo los ciudadanos hemos asumido en nuestro vocabulario diario palabras como prima de riesgo, ERE, encuesta de población activa, indemnización por despido o salario mínimo interprofesional. La tragedia social está rozando unas dimensiones tan escalofriantes que hay días en los que no puedes dejar de vivir en el pesimismo más absoluto.
            Llego a la travesía de la Mata de los Olmos. Según he podido leer, La Mata fue donada por el rey Alfonso II a la Orden de Calatrava, y no es hasta 1860 cuando la localidad adquiere el nombre actual de “La Mata de los Olmos”. La historia de esta localidad siempre ha estado ligada a la del cereal, y así se refleja en el escudo y bandera que la representan. Llaman la atención los lavaderos, que podemos ver a nuestra derecha una vez abandonamos su casco urbano. Son unos lavaderos de arquitectura neoclásica que todavía hoy cumplen su función.
            Unos kilómetros después de abandonar La Mata de los Olmos encuentro la Venta de la Pintada. Pese a que han pasado muchos años, todavía recuerdo aquel pequeño edificio de color blanco que albergaba la venta original. Cuando era un niño aquel edificio era mi referencia para saber que desde allí hasta Jarque de la Val (entonces atravesábamos el puerto de Majalinos para llegar hasta alli) quedaba una continua sucesión de curvas y desniveles que podían provocar más de un mareo si no guardabas la compostura y la concentración dentro del viejo SEAT 131. Es sorprendente como, en apenas 30 años, la ingeniería y la tecnología han transformado lo que era un incómodo viaje de más de dos horas para llegar al pueblo natal de mi padre en una grata travesía de 50 minutos.
            Ya se ven a mi derecha las enormes heridas que la explotación minera ha infringido a nuestra tierra. Puedo distinguir las llanuras de labor que la restauración de las viejas explotaciones a cielo abierto han dejado aguas abajo del rio Escuriza, en su camino a Crivillen. Observo las cortadas arcillosas que la vegetación aún no ha sido capaz de conquistar y me pregunto el tiempo que necesitara la naturaleza para habituarse a su nuevo y descuidado aspecto. La minería trajo riqueza a nuestras tierras deprimidas, pero es muchísima más la riqueza que nos ha arrebatado, tanto en lo económico como en lo paisajístico.
            Dibujo una curva cerrada a la izquierda que me introduce en la localidad de Gargallo. Curiosamente, el origen histórico de esta villa nunca ha estado ligado a ninguna orden militar. Gargallo, hasta el siglo XIX, siempre estuvo en manos privadas. Existe constancia de que en 1209 el rey Pedro II entrego Estercuel y Gargallo a Miguel Sancho, y desde entonces muchos han sido los propietarios del lugar. Su casco urbano se asienta sobre un promontorio rocoso que se eleva sobre el cauce del rio Escuriza y, según reza su folleto turístico, la localidad posee un patrimonio arquitectónico de importancia:
 “Un paseo por sus calles nos permite descubrir algunos ejemplos muy bien conservados de elementos constructivos tradicionales, arcos de medio punto, escudos y detalles de carpintería en vanos y balcones. Sobre el caserío destaca la Iglesia de Nuestra Señora de la Piedad y en los alrededores la ermita de San Blas, los restos de una torre de origen musulmán y dos antiguos molinos harineros junto al cauce del río.”
             Abandono el núcleo urbano de Gargallo y continúo en dirección a la capital turolense. Una vez atravieso el puente sobre el rio, entre los kilómetros 187 y 188 observo una entrada de tierra a mi izquierda que me introduce en un camino trillado por el uso. Asciendo por ese camino, que discurre paralelo a la carretera hasta que se desvía a la izquierda, introduciéndonos en un espeso bosque en el que predomina el pino rodeno o negral. Finalmente alcanzamos un cruce en el que una señal en el camino de nuestra izquierda nos prohíbe el acceso con vehículo a motor. Existe la opción de seguir con el coche por el camino que está a nuestra derecha hasta el lugar de destino, pero se encuentra lleno de surcos labrados por el agua de la lluvia, así que decido estacionar allí y continuar el resto del camino a pie.
            Una vez pasada la señal antes mencionada la pendiente se hace más pronunciada. En un año tan lluvioso como este los bosques adquieren tonalidades vivas y muy diversas. Los fragmentos de roca rojiza que impregnan los suelos, el color característico de la corteza del pino rodeno, los diferentes verdes que lucen las especies vegetales que salpican el terreno y las flores multicolores con las que algunas decoran sus ramas, el blanquecino de la arcilla que aparece en taludes desnudos, el negro del lignito que se abre paso a través de las espesas capas de hoja de pino que enmoqueta el suelo... Una explosión de colores plasmados sobre un hermoso lienzo con la destreza del pincel manejado por la naturaleza.
            Al  fondo del valle puedo distinguir un vallado de madera sobre un escarpado talud. Imagino que es la protección que delimita la superficie que ocupa el pequeño embalse. Me fijo en una abubilla despistada que picotea lo que parecen ser los excrementos de un mamífero de mayor tamaño. La abubilla es uno de los pájaros más curiosos que sobrevuelan nuestros bosques. Viste unos plumajes blancos y negros hasta el pecho, dando paso al color canela que envuelve su cabeza, su pico exageradamente largo, su cresta engominada… sin duda es un pájaro muy elegante que llama nuestra atención en cuanto lo vemos.
            Sigo mi camino intentando distinguir la silueta de algún animal en el sonido de ramas en movimiento que escucho a mi derecha. Imagino que habrá sido un esfardacho, especialista en ocultarse en el último momento ante el paso del ser humano. Desciendo unos 200 metros más y el camino dibuja una curva pronunciada a la derecha. Ya puedo distinguir las oscuras aguas del embalse, las estructuras de madera que delimitan el entorno y el refugio de piedra que preside el merendero que hay bajo el acogedor estanque.
            Me recibe un joven ejemplar de árbol del paraíso. Su presencia en nuestras tierras se ha incrementado mucho en los últimos años, y eso se debe a que existe la creencia de que ahuyenta a los incómodos mosquitos. Paso junto a un cartel que me recuerda la obligación que tenemos de conservar ese lugar en perfectas condiciones y me apoyo en la valla que está justo detrás. El sol ya está pidiendo el relevo a la luna y la tarde tiñe de negras las transparentes aguas del embalse. La imagen es de auténtica postal, la total ausencia de viento convierte el agua en un enorme espejo que refleja el azul del cielo y el ejército de pinos que pueblan las montañas que rodean al estanque. Es como una foto contrapuesta, un fotograma expuesto a los caprichos de un experto en Photoshop.
            Levanto la mirada y, sobre los pinos, distingo la calvicie de una montaña coronada por varias antenas y un pequeño puesto de vigilancia. Una fría lagrima se desliza por mi mejilla fruto del recuerdo. Aquella majestuosa montaña, hasta hace pocos veranos vestida con el verde intenso de los bosques, se ha convertido en un promontorio pedregoso, erosionado…y todo por la acción de unas llamas incontenibles que camparon a sus anchas convirtiendo en un infierno todo lo que encontraban a su paso. Cada árbol quemado se convirtió en mil recuerdos arrancados, cada hectárea abrasada fue como arrancar mil historias vividas, cada crujido de las ramas chamuscadas fue como el aullido incomprendido de cientos de almas derrotadas. Nadie ha podido olvidar aquellos días fatídicos en los que las llamas arrancaron parte de la piel de nuestra provincia.
            Bajo la mirada y giro a mi izquierda en dirección a los merenderos. La vegetación ha ido ganando terreno y se hace imprescindible desbrozar el lugar. El merendero está dividido en dos partes diferenciadas, unidas entre sí por un pequeño puente de madera que atraviesa el canal de desembalse que vierte las aguas sobrantes al cauce del rio, simulando una cascada realmente bonita. Al otro lado del puente hay un refugio cerrado con llave. Me acerco a la ventana y puedo distinguir en su interior varias barbacoas donde poder asar sin riesgo a provocar incendios.
            Continúo por una estrecha senda que asciende por uno de los taludes del pequeño almacén de agua... Las orillas que ejercen la labor de presa están alicatadas con grandes piedras para que el agua, en días de viento fuerte, no erosione las paredes de arcilla. El lugar es precioso, silencioso, un remanso de paz para aquellas almas inquietas que se relajan con los sonidos de la naturaleza.
            Este pequeño embalse se encuentra en un “bosque natural de unas 400 hectáreas, cuya especie dominante es el pino rodeno o resinero sobre suelos arenosos, en medio de un entorno rodeado de materiales calcáreos, lo que le confiere un cierto carácter de bosque isla. Es el pinar llamado de Regachuelo y Tejeda. Destaca la presencia de jaras, brecina y tejos. Se halla en muy buen estado de conservación, con rincones de gran belleza donde se combina una variada paleta de colores.” 
            Me acomodo sobre las piedras y escucho. Consigo distinguir el sonido lejano de la carretera, los pájaros cantando sus variadas melodías y el agua cayendo hacia el barranco que se abre paso ladera abajo del embalse. Sin lugar a dudas es un paraíso para aquellos cuya vida diaria es una montaña rusa, o los que sólo escuchan el silencio mientras duermen. Aquella reserva de agua, ese tesoro para los agricultores de la zona, se ha convertido en un lugar maravilloso, en un rincón de paz y tranquilidad para nuestros sentidos.
            Tras unos minutos de silencio decido volver sobre mis pasos. Me fijo en un nido artificial decorado con colores vivos, una pequeña casita de madera para que los pajaritos de la zona puedan construir su hogar oculto de los ojos curiosos de las grandes rapaces. Imagino como seria vivir allí, levantarse cada día sobre las mansas aguas de un lugar encantador. Quien sabe, quizá algún dia…
            Vuelvo hacia el coche prometiéndome a mí mismo que volveré con mi familia para disfrutar de una tarde de picnic y relax. Y será muy pronto.