Existen
lugares de reconocida importancia histórica. Lugares en los que se señalan
acontecimientos del pasado lejano a los que, sin embargo, no acompañan relatos o
leyendas que aporten luz sobre aquel episodio.
El
peirón o cruz de Jaime I, en Calanda, es uno de ellos. Señala el lugar en el
que acamparon las tropas de Jaime I en 1232 camino a la conquista de Valencia.
Sin embargo podemos imaginar que fueron decenas los lugares donde el Conquistador
planto su bandera. ¿Por qué dar relevancia a este y a otros no? ¿Fueron todos
señalizados, pero solo este lugar conserva aquel antiguo monumento? ¿O quizá en
el terreno en el que se asienta este peirón sucedió algo especial que merece
ser recordado, pero que no ha llegado hasta nuestros días?
Como buen “fabulador”,
he imaginado mi propia versión sobre lo que aconteció en aquellos bélicos años
del siglo XIII:
El caballero
Pelegrín de Atrosillo observaba la entrada a la tienda con aparente
preocupación. Eran ya muchas horas las que habían pasado. Muchas horas sin
noticias. Muchas horas ya desde que su hermano Gil de Atrosillo, el Comendador
templario de Castellote y la vieja
hechicera habían entrado en la tienda real para atender a su majestad.
Pelegrín se fijo en que, junto al fuego de la tienda
contigua, Blasco de Alagón y los Comendadores de las Órdenes de Calatrava y el Hospital departían intensamente con discurso serio y gestos inquisitivos. “Ya están repartiéndose el pastel,
cuando todavía no hay cadáver” pensó mientras observaba la raída cara de Don
Blasco, fiero caballero que ya había demostrado decenas de veces su deslealtad
y ambición.
Pelegrín no
sabía muy bien como se había desencadenado todo. Aquella mañana las tropas partían
desde Alcañiz bajo el mando de su majestad Don Jaime con el objetivo de hacer
noche en Morella. De allí marcharían sobre Sagunto, y desde Sagunto asaltarían
Valencia. Esos eran los planes. Planes que se vieron truncados cuando a su
Majestad le sobrevino un dolor intenso en la zona abdominal antes de llegar a
Calanda, antes de cruzar el paso de Castiel.
Según le
comento su hermano, Don Jaime, que partió desde Alcañiz con su reconocido porte
de Conquistador, llego a Calanda hecho ciscos, envuelto en si mismo y roto de
dolor, por lo que hubo que montar el campamento en ese lugar, entre el castillo
de Calanda y el rio Guadalope, con el
fin de que el físico real atendiera al monarca. Por desgracia ni el físico
real, ni los físicos judíos llegados de Castelseras habían conseguido paliar
los dolores del Rey, cuya vida se apagaba lentamente.
Pelegrín se
encontraba en Alcorisa, cuyo castillo
tenia arrendado a la Orden Calatrava, despidiéndose de su mujer Sancha y
realizando unas últimas gestiones antes de partir a la conquista de la Taifa
valenciana. Pensaba unirse al grueso del ejército en las inmediaciones de Cananillas, pues
también tenía asuntos pendientes en Camarón. Por eso le sorprendió tanto la
paloma enviada por su hermano. Decía así:
“Necesitamos
tu ayuda urgentemente. Debes ir en busca de la hechicera de la cueva de la
Cardelina, vestirla con hábito, y traerla cuanto antes a las inmediaciones de
Calanda. Ya he dado orden para que te dejen pasar. Son precisas sus pócimas
aquí. ES MUY URGENTE. Tu hermano GIL.”
Conocía
a la hechicera. En infinidad de ocasiones aquella anciana había atendido a su
familia. Sus pócimas habían salvado la vida de los suyos aun cuando ya se les
había dado la extremaunción, y pese a que la iglesia quería su cabeza, se había
ganado una fama entre los nobles de la zona que hacía muy difícil que el clero
pudiese condenarla. Al fin y al cabo aquella anciana, solo usaba la naturaleza
y formulas heredadas, no existía brujería, sino sabiduría.
Se
puso en marcha tan pronto recibió la carta. Tomo el camino de Camarón, y una
vez en la cresta de la Sierra de los Caballos siguió la calzada que iba hacia
Foz. Ya en Valdelapiedra, bajo la extraordinaria mole rocosa del Cucón, y ante
la atenta mirada de Tolocha, Pelegrín hizo sonar su cuerno. No tardo mucho en
ver a la anciana descender por la ladera, con sus hierbas y pócimas en una
cesta de mimbre. Cardelina, pues la hechicera se llamaba igual que la cueva en
la que vivía, estaba acostumbrada a aquellas visitas, a aquellas peticiones de
auxilio cuerno en mano. El señor de Alcorisa le enfundo el habito, la subió a
su caballo y puso rumbo al galope hacia el campamento real. Llegaron a él
cuando los últimos rayos del sol abandonaban el horizonte. Tal y como le dijo
su hermano no tuvieron dificultades con la guardia, y en seguida estuvieron
frente a la tienda de su majestad. Gil y el Comendador de Castellote los
estaban esperando, y rápidamente dirigieron a la anciana al interior.
El sol ya
asomaba por el Este. Toda una noche de angustia, una noche sin que ninguno de
los protagonistas que se encontraban en el interior hubiese dado noticia
alguna. Las tropas comenzaban a impacientarse. Se extendía el miedo a que la
muerte del monarca supusiese el no cobrar las soldadas, y pese a que los
capitanes intentaban calmar los ánimos, los veteranos almogávares se
impacientaban ante la falta de noticias.
Don Blasco y
los comendadores continuaban con su animada charla, probablemente planeando la
toma de posesión del infante Pedro, y las prebendas que podrían conseguir por
darle su apoyo. De pronto Don Blasco fijo su mirada en la tienda real. Su gesto
mudó. Había pasado de inquisitivo a desencajado en apenas unas decimas de
segundo. Pelegrín miro hacia la tienda. Don Jaime se encontraba allí, de pie,
habiendo recuperado su porte de Conquistador.
-
Levantad el campamento, tenemos una tierra que
reconquistar – grito su majestad mientras se dirigía hacia el lugar donde se
encontraba Pelegrín.
-
Gracias por vuestra ayuda Pelegrín, no estaría
hablando con vos sin los remedios de esa curandera, permitidme recompensaos-
dijo su majestad.
-
El hecho de que este usted repuesto ya es
suficiente premio majestad, no se preocupe – Contesto Pelegrín.
-
Gracias de nuevo noble caballero, de alguna u
otra forma recompensare a vuestra familia. Quería pediros una última cosa –
prosiguió el rey mientras cogía con fuerza el hombro del de Atrosillo.
-
Decidme – contesto el Señor de Alcorisa
-
Me gustaría que encargaseis que en este mismo
lugar se levantase un peirón coronado por una bella cruz, para que siempre se
recuerde el lugar en el que Jaime I renació. – dijo el monarca
-
Así sea majestad – concluyo Pelegrín mientras
hacia la correspondiente reverencia.
Cardelina
partió con las tropas reales, sirviendo a su majestad en la conquista de
Valencia. Jamás regreso. La familia Atrosillo recibió del monarca el
castillo de Huesa del Común como agradecimiento a los servicios prestados, Pelegrín
ordeno edificar el peirón solicitado por el Rey, peirón que a día de hoy,
todavía continua en aquel lugar.
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