“Y me reconcilié con aquellos rudos trayectos que, al correr del automóvil, iban apareciendo con toda su variada hermosura, modeladas las rocas por los serpenteos de la intrépida carretera, y recordando paisajes de Suiza, al atravesar las fabricas y sus montañas. Llegamos a Villarluengo, que me parecía más pintoresco y grato en su nuevo aspecto al poder abordarle con más facilidad, hacerle más accesible.
La
bocina, al apearnos, atrajo la concurrencia y los saludos a la puerta de casa.”
En mi patria chica
(1922)
Melchora Herrero
Ayora
Cuando observamos ruinosas construcciones o amontonamientos
de piedra en nuestra proximidad, pocas veces nos paramos a pensar en su
historia. Debe llamarnos mucho la atención o mantener algún elemento singular
para que sintamos curiosidad sobre el pasado de aquel lugar. Eso sí, cuando la
sentimos, el deseo de conocer nos hace devorar libros, documentos, hemerotecas
y archivos.
En el caso que hoy nos ocupa, a mí me sucedió al revés. Conocía su existencia y sabía que era un conglomerado de estructuras pétreas semiderruidas, pero nunca había tenido la necesidad de visitarlo. Sin embargo, buscando información sobre Villarluengo en libros antiguos por un proyecto personal, comencé a entender la importancia que este convento había tenido en el pasado. Las numerosas referencias escritas en libros de los siglos XVI y XVII eran prueba suficiente de que no era un edificio derruido más, que no era otro edificio de culto al que la desamortización, el desuso y el nulo mantenimiento habían empujado al derrumbe. Tras el convento del Monte Santo se escondía una historia monumental, experiencias vitales dignas de ser contadas y un trágico final acorde a su especial relevancia. Por eso decidí que esta nueva aventura de Balcei versaría sobre un montón de escombros, porque la historia que esconde ese extenso montón de escombros, es digna de ser contada.
Cargamos los últimos bultos al coche.
Como suele suceder, planeas salir a las once y acabas iniciando el viaje
rozando el mediodía, pero en esta ocasión íbamos preparados. El clima acompañaba
y por lo tanto decidimos comer de fiambrera, esperando encontrar un lugar
adecuado para ello.
Apenas quince minutos después de
iniciado el viaje, tomamos la carretera de Ejulve, “The Silent Route”. Es el
ejemplo más reseñable de que un buen slogan, la adecuada publicidad y unos
paisajes de ensueño, son un reclamo turístico inigualable, pues vayas cuando
vayas, siempre encuentras a alguien fotografiándose junto a la cabra montesa
que apadrina la ruta. Está siendo todo un éxito.
En cuanto pasas la masada de las
Monjas, “The Silent Route” se adentra en el barranco de Los Degollados. Nunca
he investigado el porque de este nombre tan inusual, pero apostaría a que algo
tiene que ver con las numerosas guerras que han asolado el territorio.
La carretera de Los Degollados
serpentea hacia el fondo del desfiladero, por donde discurre manso el
Guadalope, que ha dejado por un momento las estrecheces de Valloré, antes de
meterse de nuevo en ellas al pasar desafiante bajo los Órganos de Montoro.
Incluso la peque de la casa, que ya empieza a distinguir paisajes, no pudo
dejar de mostrar su asombro por un terrero tan abrupto, hermoso y sorprendente.
Le conté que, hacia sesenta años, la abuela Natalia, junto a sus padres y su
hermana María, habían recorrido a pie esta misma vía rumbo a Mas de las Matas,
dejando atrás su Pitarque natal. “¿Andando?, pero si está muy lejos”, respondió
sorprendida.
Pasamos junto al Hostal de la Trucha,
que permanece todavía en obras, y cruzamos el rio Pitarque en dirección a
Villarluengo. Yo no nací en aquellos indómitos parajes, pero cuando veo el
cruce de Pitarque, cuando atravieso los túneles picados a mano que dan acceso a
Pitarquejo, no puedo dejar de sentir apego por esta tierra. Quizá no me une el
vinculo de la vida, pero quiero pensar que si el de la sangre.
Zigzagueamos por la ladera norte de la montaña de San Cristóbal hasta coronar el puerto de Villarluengo. En la cima hay un peirón, conocido por el “Santico”, en honor a San Pedro. En mi familia tiene una tradición arraigada, pues, cuando mi tía María era niña, cogió unas intensas fiebres que la dejaron inconsciente. El practicante de Pitarque, padre de nuestro director Antonio Martínez, alarmado por el estado comatoso de la pequeña, que no reaccionaba a medicamento alguno, decidió trasladar a la niña hasta el medico de Villarluengo. Casualidad o no, cuando el automóvil negro pasaba junto al Santico, mi tía abrió los ojos. Desde aquel episodio siempre le ha tenido una devoción especial a ese Peirón.
Veíamos ya Villarluengo. Suspendido
sobre el rio Cañada, cual vigía, observando el paso del liquido elemento. ¿Os
habéis dado cuenta? No todos los pueblos bonitos tienen pasado templario, pero
todos los pueblos con pasado templario son bonitos.
Al llegar a la villa tomamos el
primer camino asfaltado que encontramos a la derecha. Y una vez llegamos al
cruce del cementerio, giramos a la izquierda en dirección a la Torre del Monte
Santo. El camino desemboca frente a una bella masía fortificada hoy convertida
en un monumental hotel. Es un edificio fabuloso, con un torreón espectacular.
Allí es donde dejamos el coche, pues del hotel a las ruinas del Monte Santo
habrá un centenar de metros.
Quince años después otro pastor,
llamado también Juan Herrero, encontró la Santa Imagen sobre un peñasco. Tras
el ritual viajero de la estatua, se decidió construirle una ermita en el lugar
de la aparición, para unos años después, dada la fama adquirida por el milagro en
la Corona Aragonesa, se decidió fundar un convento alrededor de la ermita. Fue
en 1540 cuando llegaron las primeras religiosas, residiendo en el castillo de
la villa hasta que el complejo monacal estuvo terminado.
Siguió ganando fama el convento. Las
monjas del Monte Santo adquirieron relevancia en los años siguientes, aumentando
sus posesiones y su influencia gracias a donaciones y compras. El 6 diciembre
de 1842, en el Diario de Madrid, se publica la venta por parte del Estado de
hasta siete lotes de bienes desamortizados que en el pasado fueron propiedad de
la comunidad religiosa del Monte Santo.
El perímetro interior del convento
está completamente derruido, tan solo el antiguo aljibe, cuya cúpula también ha
cedido, mantiene una buena parte de la estructura original. El resto son
extensos amontonamientos de piedra en los que hay numerosos restos cerámicos.
Con paciencia podrían mapearse las distintas estancias, pero sería muy difícil
saber que era cada una de ellas sin una excavación.
El complejo está compuesto por cuatro
estructuras muy diferenciadas dentro de los muros exteriores. La parte
superior, que conserva casi la totalidad del muro, parece ser un raso, un
espacio al aire libre que imagino utilizaban para huerto o corral. Mas abajo
están las estancias, completamente derruidas, y en la parte inferior hay un
edificio rectangular con acceso desde el exterior e interior de la muralla
principal. Es la sala que más estructura original conserva. Se trata de una
estancia rectangular, en cuyo cuadrante derecho hay otra habitación interior
cuadrada.
Fue en las guerras carlistas cuando
el convento sucumbió. Joaquín Ayerve, Mariscal de Campo del ejercito isabelino,
en su parte oficial de guerra de 14 de abril de 1840 relataba:
“Al amanecer del día siguiente que posesioné
el fuerte, y después de haber extraído cuanto en él había, lo entregué a las
llamas. A excepción de la iglesia de aquel convento, llamada de nuestra señora
del Monte Santo, que quedo ilesa, y de la cual, no obstante, hice sacar con
anticipación los efectos de algún valor que a la misma perteneció”
Por lo tanto, la iglesia se salvó del
incendio provocado por los soldados al mando del Comandante General de la
tercera división isabelina. ¿Será pues esa estancia rectangular, con una
estructura menos deteriorada que la del resto del cenobio, el lugar donde se
alzaba la antigua iglesia? ¿Puede ser esa sala cuadrada interior la antigua
torre del templo? Si no sucumbió al incendio, ¿Como acabo en ruinas? ¿Abandono?
¿O las milicias anarquistas recién iniciada la Guerra Civil?
Echamos un ultimo vistazo a los
restos de aquel extenso complejo monacal. Los carlistas llenaron los muros
exteriores de aspilleras, por lo que hoy, aquellas repartidas estructuras, más
parecen los restos de una fortaleza que los de un convento. Tuvo que ser un
edificio excepcional, como tantos otros que no pudieron resistir el afán del
ser humano por destruir lo construido.
Somos lo que somos gracias a lo que
pasó, bueno y malo. El pasado solo es el camino que nos ha conducido al
presente. Aun así, aun sabiendo que la destrucción y la reconstrucción de
elementos artificiales forma parte de la vida, aun sabiendo que muchos de los
edificios que fueron destruidos en episodios bélicos habían sido construidos
para otros episodios bélicos, no puedo evitar pensar:
¡MALDITAS GUERRAS!
Bueno, como asiduo a tu blog y a tu espacio en Facebook, algo puedo decir del lugar pues lo conozco -pese a ser de Barcelona- de toda la vida. Mi familia materna viene de Villarluengo y tengo casa allí. El "convento" no sólo tiene la historia que explicas, la historia va más allá, contando no sólo con lo que hay en la base, "la Torre del Montesanto" un vestigio templario. El mismo "convento" se situa entre los "BIC" de Aragón, como "Castillo de Monsanto" (o Montesanto, dando por hecho que ANTES de la fundación del convento, fue castillo, presumiblemente templario, y de una gran extensión (en la parte más alta del recinto puedes ver, a pocos metros de la "nevera", las bases de una torre del homenaje)... sólo digo éso porque no sé más pero los indicios sugieren que ahí, hay mucho que investigar
ResponderEliminarEnhorabuena por el blog!
ResponderEliminarBonita entrada sobre el convento de Monte Santo de Villarluengo.
La verdad es que he estado intentando recabar información sobre el lugar, pues tengo intención de visitarlo en breve, y no he encontrado mucho al respecto.
Saludos