Año dos mil. El nuevo milenio ya era un
hecho, y el anunciado “efecto”, que iba a provocar una intensa jaqueca en todos
los ordenadores del mundo, había sido un verdadero bluf. La vida continuaba. De
momento, la diferencia entre el siglo XX y el XXI era simplemente un “palito”
romano. No fue el nuevo milenio el que lo cambio todo, de eso ya se ocupo el
Euro dos años después.
Un viernes de agosto de aquel temido
año dos mil, tres jóvenes alcorisanos departían alrededor de un porrón de
cerveza. La conversación giraba en torno a lo decepcionante que resultaba el
nuevo mileno. Ni efectos colaterales, ni coches voladores, ni robots
mayordomos, ni autobuses espaciales, ni monopatines magnéticos… Todo lo que
imaginábamos con respecto al siglo XXI al inicio de los noventa había fallado.
No recuerdo muy bien como, pero la
conversación tomo nuevos derroteros. A aquellos
tres jóvenes veinteañeros les encantaba perderse de vez en cuando en la
desconocida proximidad, adentrarse en lugares poco transitados, casi salvajes.
Aquel día alguno de los tres propuso una excursión al corazón del Guadalope, a
los angostos paisajes que el río había dibujado entre las localidades de Aliaga
y Montoro de Mezquita. No tardaron mucho los otros dos en decir que sí.
Yo era uno de aquellos jóvenes.
Recuerdo muy bien aquella calurosa mañana de agosto en la que decidimos
explorar uno de los lugares más inaccesibles que quedaban en nuestro
territorio. Que decidimos adentrarnos en aquellos estrechos en los que por
aquel entonces no existían estructuras artificiales. Eras tú y el cauce, tu y
el lecho acuoso al que las grandes avenidas del invierno había dado forma.
Fue una de las excursiones más
“salvajes” que he hecho en mi vida, pero al mismo tiempo una de las más
especiales. Ya en el primer estrecho tuvimos que meternos en el agua, y
prácticamente no la abandonaríamos hasta la mismísima boca del infierno. De
hecho, alguno de nosotros recibió el beso helador del líquido elemento hasta en
los sobacos. Y la vuelta no fue menos espectacular, pues decidimos volver por
las grandes cimas que envolvían al río Guadalope, siguiendo los angostos
pasillos que los jabalís habían realizada en la frondosa vegetación.
Inconscientes. Acabamos mojados, arañados, pero excepcionalmente felices.
Jamás olvidare lo que vivimos en
aquel paisaje, en aquel mundo alternativo, en aquella tierra indómita encajada
en medio de grandes escarpes rocosos, con un micro clima excepcional y con una
flora y fauna muy particulares. Me
mojaría una y mil veces y me arañaría una y mil veces, para disfrutar de
lugares tan maravillosos.
Por eso la vuelta a los estrechos de
Valloré fue tan especial para mí. Era imposible no retrotraerme a aquel año
dos mil, a aquella excursión entre amigos tan especial. Las condiciones de la
vuelta no eran ni parecidas a la aventura original, volvía solo, con mas kilos
y mas años encima, y sabiendo que ahora existían estructuras artificiales que
facilitaban el acceso a ese paraíso, pero la sensación seguía siendo la misma,
acceder a uno de esos lugares cincelados por el agua a lo largo de millones de
años, que nos dejan boquiabiertos y
ojipláticos.
Una soleada mañana de domingo del
pasado mes de junio, fue el día elegido para llevar a cabo la aventura. Salí de
casa sobre las 7:30 de la mañana, todavía se escuchaba el lejano bullicio de
algunos trasnochadores. Pertrechado de agua, de los elementos tecnológicos
necesarios, del kit de supervivencia y de mi inseparable Golfo, inicié la
marcha hacia el corazón del Maestrazgo.
La que antiguamente era la carretera
de La Pintada a Villarluengo, esa que tan bien se conocía “El Caimán”, se llama
ahora “The Silent Route”. Y es que la apertura de nuestros magníficos recursos
al turismo exterior, a veces requiere del uso de anglicismos que capten la
atención del potencial cliente.
Sea como fuere, ni el nombre, ni los
tramos de obra que nos encontramos entre Ejulve y el Guadalope, restan un ápice de belleza a los paisajes que
rodean aquella serpenteante carretera. Es cierto que los incendios forestales
han mutilado parte de los bosques que cubrían las crestas de Majalinos, pero
ese desastre natural también ha dejado al descubierto grandes escarpes y
roquedos de caliza que antiguamente estaban cubiertos por el bosque, y que
suponen un contraste con el verde del monte bajo, que ya puebla los suelos
quemados, realmente espectacular.
En la orilla izquierda de la
carretera, antes de descender por el barranco de Los Degollados, han colocado a
modo de escultura el logo de la llamada “Silent Route” para que podamos
realizar nuestros “selfies” o fotografías de grupo. Es sin lugar a dudas un
“photocall” espectacular, lástima que si vienes desde Ejulve, o incumples las
normas de tráfico o no puedes acceder, pues tenemos linea continua.
Tras descender paralelos al barranco
de los Degollados, en el cruce que encontramos antes de llegar al puente que
salva el rio, salimos a la derecha en dirección a Montoro. Tomar aquella
carretera es toda una aventura. Intentas disfrutar del maravilloso y abrupto
paisaje que te rodea, pero dada su estrechez no puedes evitar fijarte en
posibles escapatorias previendo la aparición de otro vehículo en dirección
contraria. A eso hay que sumarle los continuos desprendimientos que pueblan la
calzada. No le vendría mal un firme
nuevo, más escapatorias y alguna valla que sujetase el terreno.
Montoro de Mezquita está enclavado en
un lugar realmente espectacular. Grandes montañas lo abrazan por todos los
puntos cardinales, pero sin lugar a dudas, la inmensa pared de piedra que
custodia desde el oeste la pequeña localidad del Maestrazgo, llamada según los
mapas “La Rocha de la Calvica”, es un elemento diferencial en el paisaje.
Justamente es esa pared de piedra la que el Guadalope, desgarra de camino al Ebro.
Aparco el
coche en una explanada que se encuentra mas allá de la iglesia, donde existe un
completo merendero. Desde allí sigo la señalización vertical por una senda,
bastante trillada y no muy complicada, que me ayuda a descender al fondo del
cauce. Una vez en el bosque de ribera, escuchando de fondo los rápidos del
llamado pozo de Valloré, me dirijo hacia la imponente muralla pétrea que tengo
frente a mí. Es precisamente esa muralla la que sostiene las primeras pasarelas
de la ruta.
Ya sabia que
todavía no se habían recuperado todas las pasarelas que el Guadalope arranco en
su feroz crecida del otoño pasado, pero si las suficientes para recordar aquel
paisaje del que disfruté diecinueve años atrás.
Nada mas
adentrarme en la primera hoz, las sensaciones se agolpan en mi cabeza. El olor
a rio, el cálido sonido del agua deslizándose entre aquellas gigantes rocas, la
humedad que impregna todo el ceñido álveo, las vastas sombras que dotan al
lugar de una calidez lumínica propia de los grandes estudios cinematográficos,
la flora, de unos verdes intensísimos, la fauna, sobretodo aves cuyos cantos
son la banda sonora de la excursión… Todo, absolutamente todo lo que me rodea,
evoca aquel sábado de agosto del año dos mil.
Avanzo por las
pasarelas, intentando captar con la cámara fotográfica toda la belleza que me
rodea. No cabe duda de que Teruel es una provincia con unas peculiaridades
geológicas únicas, y todo el cauce del Guadalope, hasta su entrada en el
embalse de Santolea, es buena muestra de ello. Aquellos espectaculares
estrechos, aquellos enormes escarpes rocosos que guían a nuestro gran rio en su
camino, son capaces de perforar el corazón mas frio, la cornea mas insensible,
el oído más duro, el alma mas impasible…
Conforme
avanzo por aquella senda de madera, distingo a la izquierda el bellísimo
ejemplar de Tejo que despertó la emoción de uno de mis compañeros en aquella
antigua excursión, la gran roca en forma de falo que sirvió para enlazar una
broma tras otra mientras surcábamos aquellas frías aguas. Mirara donde mirara,
mi cerebro lanzaba a la nube el recuerdo
archivado de la otra excursión para que pudiera comparar imágenes.
Es curioso, mi
cabeza es capaz de olvidarse de si he cerrado la puerta o no hace cinco
minutos, pero sin embargo recordaba a la perfección los paisajes en los que me
encontraba. Tan solo las pasarelas por las que transitaba se me hacían
desconocidas. Como es la mente humana.
Asciendo por
las pasarelas hasta el punto en el que todavía no estaban repuestas. Todavía
recuerdo la fotografía que hice a mis compañeros sobre la enorme roca que aun
hoy se exhibe orgullosa en el centro del
río, obligando a las aguas del Guadalope a buscar un camino alternativo por el
que discurrir.
Es muy
complicado definir este paradisiaco lugar con palabras. Describir lo que uno
siente encajonado bajo aquellos enormes
peñascos que rodean al estrecho paso del Guadalope desde Aliaga a Montoro de
Mezquita.
No puedo
evitar pensar que antes este lugar era un territorio virgen al que tan solo accedían aquellos intrépidos
aventureros que no tenían miedo al agua helada. Actualmente, con las pasarelas,
todo el mundo puede acceder a este
rincón especial. ¿Hasta qué punto afectara nuestra continua presencia a la
flora y fauna que habita allí? Es la
eterna lucha entre preservar o progresar. Al menos procuremos que los
habitantes de aquellos maravillosos estrechos, no noten nuestra presencia
cuando vayamos de visita, tenemos la obligación de que así sea.
Como digo
muchas veces, la sensación preponderante en lugares como este es la de ser algo
muy pequeñito en un todo enorme. En estos emplazamientos en los que la
naturaleza nos muestra todo su poder, toda su fuerza, es donde nos damos cuenta
de que los humanos nos creemos importantes y en el fondo no somos nada.
La madre tierra seguirá viviendo sin nosotros, nosotros jamás podríamos vivir sin ella. A ver cuando empezamos a darnos cuenta y obramos en consecuencia.
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