Eso es lo que
yo sentí la primera vez que vi una fotografía de nuestro protagonista de hoy.
Sus siluetas despertaron en mí curiosidad, necesidad y enorme interés por
conocer. Aquellos restos, casi dibujados sobre la roca, seguro guardaban en su
interior una historia digna de ser contada.
Y os puedo
asegurar que cuando decidí escribir sobre el castillo de Peñaflor nada sabía de
su pasado. Y menos aún que Huesa del Común y Alcorisa compartíamos algo allá
por el siglo XIII: Don Pelegrín de Atrosillo fue señor del Castillo de Huesa al
igual que del de Alcorisa.
Huesa del
Común está a unos 66 kilómetros de Alcorisa y pertenece a la comarca de Cuencas
Mineras. Escondida en el cauce del rió Aguasvivas, fue una plaza de importancia
capital en la llamada “Reconquista”.
Iniciamos
nuestro camino por la A-223 en dirección a Andorra, y una vez allí, tomamos la
pista minera que nos conducirá al cruce entre Ariño y Oliete. Me fijo en la
maquinaria, dos enormes dumper blancos ya en desuso, que se ha quedado apostada
en el lugar donde su motor rugió por última vez. Podemos considerarlas ya
patrimonio industrial de nuestras comarcas.
Una vez en el
cruce, pasado ya el enorme complejo industrial que todavía trabaja en el
tratamiento del carbón, giramos a la izquierda en dirección a Oliete, dejando a
mano derecha el enorme “boquete” de la sima de San Pedro unos kilómetros más
adelante.
Sin dejar la
A-1401, dejando atrás la travesía de Oliete, llegamos a Muniesa, localidad
famosa por las dos torres que adornan su casco urbano. Sin duda cualquiera de
las dos, tanto la de su iglesia parroquial como la de la ermita de Santa
Barbará, formarían parte por derecho propio de una guía explicativa de las
torres más bonitas y curiosas de nuestra provincia.
Después de una
breve parada para observar con detalle la singular figura que corona una de las
torres, nos ponemos de nuevo en marcha en dirección a Cortes de Aragón. Es poco
antes de llegar a esta localidad cuando tomamos el cruce a la derecha que nos
lleva hasta el protagonista de nuestra excursión. Son apenas 15 minutos en una
carretera de firme irregular de un solo carril, desde la que pronto podemos
contemplar la imponente silueta del viejo castillo de Peñaflor.
Una vez en el
pueblo, y tras preguntar a uno de los amables vecinos de la localidad,
ascendemos por sus asimétricas calles, probablemente de origen árabe, hasta la
parte de atrás de la deteriorada iglesia. Allí aparcamos el coche, justo
enfrente de la estrecha senda que nos conducirá al abrazo de los imponentes
muros que todavía quedan en pie sobre la roca.
Basta una
mirada para saber que aquel castillo fue algo más que una simple fortaleza
reconquistada. Que aquella construcción encaramada sobre las salientes calizas
de la montaña tuvo una gran trascendencia en la historia de estos asolados
parajes. Ya en el ‘Cantar del Mío Cid’ aparece la localidad de Huesa, y por
ende su castillo, atacado por el mismísimo Cid Campeador en el año 1082.
Entonces se trasladó mío Cid al puerto de Alucant, desde allí atacó mío Cid a Huesa y a Montalbán, en aquella correría
diez días tuvieron que emplear.
Versos 951 y ss. CMC
Versos 951 y ss. CMC
Fue
probablemente construido por la marca superior de Al Ándalus, con el fin de
proteger uno de los caminos de acceso
a una de sus fortalezas
principales, Montalbán. La tenencia cristiana de esta fortaleza se data
definitivamente desde 1154, cuando es conquistada por los señores de Belchite.
Su emplazamiento inexpugnable jugó un papel decisivo en la reconquista del
resto de las Cuencas Mineras, incluida la fortaleza de Montalbán.
Asienta
su estructura sobre unos 50 metros del roquero de caliza que corona toda la
longitud del cerro. A la izquierda todavía conserva los enormes e imponentes
muros de una de sus torres lo que le da un aspecto grandioso al conjunto. Y en
el centro del recinto, distinguimos perfectamente la estructura de lo que fue
otra alta y esbelta torre. Toda la longitud de su estructura está salpicada por
trozos de muro de mampostería de diferentes tamaños. Desde luego, ver esta
fortaleza en su máximo esplendor tuvo que ser algo espectacular.
Comenzamos
a ascender por el serpenteante camino que sube con dificultad por la ladera. Ya
se empiezan a distinguir restos de la antigua estructura defensiva, incluso
todavía está en pie parte de lo que fue una torre albarrana que daba acceso al
segundo recinto amurallado.
Conforme
ascendemos, una extraña sensación me invade. Estamos siguiendo un camino por el
que, hace casi 800 años, Don Pelegrín de Atrosillo, segundo señor de la aldea y
castillo de Alcorisa, subió para tomar posesión de esta otra plaza entregada a
su persona por Jaime I el Conquistador. Alcorisa y Huesa, dos territorios
unidos por un mismo señor.
Es
increíble que aquellos altos y enormes muros, amputados en toda su estructura,
todavía sean capaces de aguantar los envites del tiempo y los elementos. Toda
la construcción está hecha en mampostería, piedra y argamasa, con las esquinas
de sillar. Los musulmanes utilizaban la argamasa (cal, arena y agua) y la
piedra sin labrar, en la mayor parte de sus construcciones. Esto les permitía
aprovechar la dureza de la mezcla para hacer muros muy anchos y de gran
envergadura.
En la roca que
soporta la fortaleza distingo una enorme herida, una brecha natural que bien
parece la entrada a un recinto secreto o la salida de un túnel de huida. Al
acercarme al lugar me doy cuenta que es una especie de sima que realiza un giro
de 180 grados dentro de la roca donde se pierde su pista. Me pregunto si algún
valiente espeleólogo se habrá adentrado en aquel extraño agujero.
Subimos el
último repecho de arena suelta y entramos en lo que fue el recinto amurallado
del castillo. Tiene apenas cinco o seis metros de achura. Tuvo que ser una
fortaleza sensacional antes de que Ramón Cabrera la condenara, en 1838, al
tomarla como posición de defensa en su guerra con el ejército isabelino. Jamás
recuperaremos todo el patrimonio que nos robaron las malditas guerras
carlistas.
Me fijo en un
extraño ventanal. Un sillar enorme incrustado sobre el muro de mampostería con
una hendidura redonda en su centro. Los pequeños detalles son siempre los que
nos dan una idea de la enorme habilidad constructora de aquellos que edificaban
estas construcciones en lugares imposibles, y que aun hoy, sin la intervención
humana, hubiéramos podido disfrutar.
El castillo
está situado sobre un roquero rodeado por el meandro que dibuja el rio
Aguasvivas a su paso por Huesa. El lado sur de la construcción está delimitado
por un rasgado acantilado de roca caliza y altura considerable que cae a plomo
sobre el cauce del rio. Un cauce estrecho, en el que todavía perviven
pequeñas huertas y un viejo molino. En
el extremo oeste de la edificación el roquero está como recortado. Da la
sensación que aquel pequeño hueco entre el muro de roca natural era el acceso
original al castillo. Al norte, dibujado por un melancólico paisajista, el
pueblo y las choperas junto al río contrastan con el amarillo de la cebada
recién segada y el gris de los numerosos alcores, sin capa vegetal, diseminados
por el lugar.
Nos adentramos
en las construcciones que todavía continúan en pie. Restos de una pequeña
bodega o aljibe, escaleras, grandes muros y ventanales, estructuras imposibles
construidas sobre el abismo. En las dos
torres todavía se nota la mano de los
constructores de la marca superior, a los que les gustaba utilizar el
ladrillo viejo para las cosas más delicadas (arte mudéjar).
Sin lugar a
dudas, pese a su deterioro, las grandes estructuras que todavía quedan en pie
permiten entender la importancia de esta enorme fortaleza. Es fácil imaginar al
Cid Campeador observando este lugar impresionado, buscando su punto débil. El
rincón exacto donde un castillo inexpugnable se convierte en accesible. Cuantas
cosas podrían contarnos las piedras si fuesen capaces de susurrar.
Abandonamos la
fortaleza con la sensación de que pisamos el mismo suelo que grandes personajes
que, por unas circunstancias u otras, han sido parte importante de la historia
de nuestra bella provincia. El Cid Campeador, Ramón Berenguer IV, Jaime I El
Conquistador, Galindo Jiménez, Pelegrín de Atrosillo, el Temple o la familia
Luna de Illueca, la del Papa luna, a quien Alfonso IV vendió el castillo y sus
tierras en 1328. Tras los muros, en su
mayor parte caídos por el desagradable vicio de destruir que tiene el ser
humano, se congregaron una serie de personajes cuyos nombres serán siempre
recordados. Gentes que vieron en este bello rincón de las cuencas mineras un
lugar inigualable, una plaza extraordinaria en la que apoyarse para conseguir
sus fines y objetivos.
“Huesa y
Alcorisa unidos por un mismo señor allá por el siglo XIII”. Esa es la frase que
no dejo de repetir en el camino hasta el coche. ¿Merecería esto un
hermanamiento? Esa será otra de tantas historias…