" Cada salida, es la entrada a otro lugar"

Este blog pretende transmitir la belleza y peculiaridad de lo cercano, los lugares que nos transportan en el tiempo y en el espacio. Rincones de nuestra geografía más próxima que nos dejan sin aliento o nos transmiten una paz necesaria en momentos de dificultad. Espero contribuir a que conozcamos un poquito más dichos lugares y a despertar la curiosidad del lector para que en su próxima salida, inicie la entrada a otro lugar... un lugar al que viajar sin necesidad de sacar billete.

martes, 20 de agosto de 2013

“El CUCÓN” DE FOZ CALANDA

Existen montañas, picos o elevaciones que por su altitud se pueden divisar desde diferentes puntos geográficos a varios kilómetros a la redonda. Y, entre ellas, formaciones sorprendentes que por su estructura, su morfología y su impacto en el terreno que les rodea llaman especialmente la atención. Nuestra excursión de hoy será a una de esas curiosas formaciones.
Visitaremos una extraordinaria estructura de roca caliza que emerge, orgullosa y presumida, por encima de un frondoso bosque de pino carrasco. Negándose a sucumbir a la invasión vegetal de su entorno y reivindicándose como vigía incansable del valle del Guadalope, como la imperturbable referencia de aquellos antiguos pobladores que, a falta de GPS y mapas cartográficos, usaban su entorno para guiarse en su camino.
Este lugar tiene una curiosidad, pues dependiendo del punto cardinal desde el que se le mira recibe un nombre u otro. Si la observan desde el norte, los vecinos de Foz Calanda la llaman la “Peña del Cucón”. Sin embargo, si son los masinos los que la observan desde el sur su nombre es la “Peña Foz”. Lo que es seguro, es que sea desde el norte, el sur, el este o el oeste, todos aquellos que la observan sienten curiosidad por este promontorio calizo que nace de las entrañas de la tierra, esculpido por los elementos y el tiempo con formas esbeltas y redondeadas. Un ejemplo más de lo caprichosa que puede llegar a ser nuestra Madre naturaleza.
También nosotros tenemos la opción de elegir el lugar desde el que observar a nuestra protagonista. Podemos acercarnos desde el sur, a través de los caminos que la reciente concentración parcelaria de Mas de las Matas ha tejido en sus tierras de labor, o por el norte, atravesando la localidad de Foz Calanda en dirección al pantano e incorporándonos a la carretera autonómica A-226 hacia Mas de las Matas, cogiendo el primer camino a la derecha una vez hemos atravesado el segundo túnel.
            Para aquellos que dispongan de tiempo y realicen su visita en una época del año amable en lo climatológico, la opción norte es muy recomendable, pues te permite contemplar desde más cerca las minas de carbón a cielo abierto y la espectacular encina de Val de la Piedra, un árbol monumental que no deja indiferente a nadie. La excursión hacia la Peña del Cucón, atravesando un frondoso bosque de pino carrasco de considerable desnivel, acaba convirtiéndose en una aventura inolvidable.
            Yo sin embargo, en esta ocasión y por motivos de índole climatológico, elijo la primera opción, pues el camino, de firme regular y fácil transito, nos acerca hasta unos 300 metros de la cima de la Peña del Cucón. Eso sí, 300 metros sinuosos y escarpados. En lo más alto podremos disfrutar de unas vistas extraordinarias de todo el valle del Guadalope, desde que el río aparece por los bellos meandros de Abenfigo hasta la cola del Pantano de Calanda.
            Inicio mi camino por la Nacional 211 en dirección a Alcañiz, desviándome hacia Mas de las Matas en la intersección que encontramos nada mas salir de la villa de Alcorisa. Atravieso el Puerto del Caballo. Aun hoy recuerdo cuando, siendo un niño,  todos los fines de semana recorríamos un simulacro de carretera para ir a ver a nuestra abuela. Era entonces una carretera estrecha, bacheada, que serpenteaba peligrosamente por las laderas de las montañas hasta que se adentraba en el valle del río Guadalope. El arreglo de estos kilómetros de travesía sí que fueron un gran pasó para la humanidad.
            Desciendo el Puerto del Caballo por la vertiente Este del mismo,  escoltado a mi derecha por una densa masa vegetal de pino carrasco. Comienzo a divisar a mi izquierda la Masía de Anduch, junto a una pronunciada curva a la derecha cuyo desnivel pica hacia arriba. Es por el primer camino que encuentro a mi izquierda, nada mas vencer la curva, por donde abandono la carretera y desciendo hasta la misma masada.
            La Masía de Anduch me trae muy gratos recuerdos de mi infancia en Mas de las Matas. De aquellos días de verano charlando amistosamente con Juan “de Anduch” y su mujer Maria, hoy ya fallecidos, de viejas historias de supervivencia en el medio rural de mitad del siglo XX. Historias que, en los oídos de un niño, se convertían en cuentos lejanos, en leyendas nacidas de la vieja biblioteca de la memoria. Que sabias y entrañables eran aquellas personas que, pese a haber vivido en una época de miseria y necesidad, pese a haber expuesto su cuerpo al sobreesfuerzo del trabajo duro en jornadas agrícolas interminables, siempre tenían una sonrisa, una galleta, unas palabras amables para aquel niño alcorisano que todos los veranos les hacia compañía a la fresca de las calurosas noches de julio.
            Continúo por el camino que se abre paso hacia mi derecha. Pasa junto a una vieja carrasca, vestigio de los bosques que, no hace mucho tiempo, poblaban lo que hoy son extensas tierras de cultivo. Giro a mi derecha en la siguiente intersección, hasta llegar a un camino perpendicular al que circulo. Vuelvo a girar a la derecha y a unos pocos metros abandono de nuevo la vía por la izquierda. Continuo recto hasta encontrarme con otra intersección. Giro a la izquierda y, tras unos cientos de metros, de nuevo a la izquierda en un nuevo cruce de caminos.
            La reciente concentración parcelaria llevada a cabo en Mas de las Matas ha entretejido una asombrosa tela de araña de caminos con firme muy regular, pero confusos para aquellos visitantes que desconocen la zona.
            Ya en dirección a la Serranía del Caballo el camino comienza a ascender. Ya se distingue la silueta de la enorme roca asomándose a la cima. En el siguiente cruce continúo a la izquierda, me adentro en la ladera de la montaña y no abandono el camino hasta encontrar una nueva intersección a la izquierda que asciende junto a unos bancales de almendros. Por fin, tras un difícil ascenso, llego al lugar donde por obligación debo estacionar mi vehiculo, siempre en un lugar donde no me sea complicado dar la vuelta.
            Nada mas abrir la puerta, una ráfaga de aire helador me obliga a cerrar los ojos. Los mantengo entreabiertos mientras el cierzo me avisa de que no voy a estar solo en aquella cima, recordándome que él hace siglos que susurra al oído de aquellas cumbres milenarias. Me abrigo convenientemente y dirijo la mirada hacia el sur. A mis pies, la inmensidad. Se distinguen las diferentes tonalidades de las extensas tierras de cultivo que pueblan las huertas del Guadalope y el Bergantes, la ermita de Santa Flora, el pinar de la ermita de Santa Bárbara, las localidades de Mas de las Matas y Aguaviva, presididas por sus torres barrocas, y la ribera de ambos ríos, hoy sin ningún color por la desnudez de sus chopos.
     
       Es un encuadre casi perfecto, un valle delimitado por la Serranía del Caballo al norte y el oeste, por los montes de la Ginebrosa al este y por las montañas que protegen Las Parras de Castellote al sur. Un recinto inmenso, amurallado en toda su extensión por grandes macizos de roca caliza, solo vencidos por la fuerza del Guadalope y el Bergantes, que con perseverancia y violencia han conseguido abrirse paso en su camino al mar.
            Vuelvo a centrarme en mi objetivo e inicio el sinuoso camino que me separa de la Peña del Cucón. Ya puedo distinguir su esbelta silueta, sus formas redondeadas talladas por la erosión. Distingo a mi izquierda un pequeño rebaño de cabra montés. Han perdido el miedo a la presencia humana, aunque uno de los machos observa detenidamente mis pasos por si es necesario dar la voz de alarma. Atravieso los 300 metros de pinar que separan mi coche de la base de la Peña hasta que por fin alcanzo el lugar por el que “El Cucón” es más accesible.
            Inicio la ascensión sin mucha dificultad a un pequeño promontorio desde el que ya puede distinguirse la mina de carbón que se extiende bajo la atalaya. Desde allí se divisan también dos míticas cumbres de la zona, la Tolocha y la Tarayola, y también apreciamos parte del pantano de Calanda. Todavía quedan unos 10 metros hasta la cima, pero las fuertes ráfagas de viento me obligan a suspender cualquier intento de llegar, pues por la cara norte la caída es de un centenar de metros completamente verticales y cualquier pérdida de estabilidad podría suponerme un gravísimo accidente.
            Observo con detenimiento la formación rocosa. Es un ejercicio interesante imaginar el origen de aquella mole pedregosa. Quizá emergió de la tierra por algún tipo de movimiento sísmico. O quizá fueron los elementos los que, con los años, fueron deteriorando la capa vegetal que la cubría hasta dejarla tal y como la conocemos hoy. Sin lugar a dudas, y pese a desconocer la evolución geológica de la zona, la erosión ha jugado un papel fundamental a la hora de moldear sus salientes, sus redondeados promontorios y sus espectaculares formas.
            Imagino las épocas en que los seres humanos venerábamos a nuestra Madre Tierra. El tiempo en el que se declaraban sagrados todos aquellos lugares, que por su belleza, su energía o su inexplicable formación, llamaban la atención de nuestros antepasados. Entonces el ser humano era respetuoso con lo que le rodeaba. Se sentían partes de un todo, pero dueños de nada. Cómo han cambiado las cosas.
            Al oeste puedo distinguir otra curiosa formación rocosa tallada por la erosión, un conjunto de figuras calizas de difícil descripción que se abre paso en la extensión de la montaña asomándose con curiosidad al valle que se encuentra bajo ellas. Precisamente dicho valle se llama Val de la Peña, en honor a la Peña del Cucón.
            Es en Val de la Peña donde se encuentra uno de los árboles más singulares del Bajo Aragón, una encina centenaria cuyo espectacular tamaño deja boquiabierto a todo aquel que la visita. Tiene un diámetro de copa de 27 metros, un perímetro de tronco de casi 4 metros y medio y una altura de 13 metros. Cuántos sueños habrá presenciado bajo sus ramas. Cuántas historias se habrán contado bajo el abrigo de sus hojas.

            Inicio el descenso, orgulloso de haber estado en ese lugar tan especial, de haber podido disfrutar de aquella mole rocosa que preside, junto a otras famosas cumbres, las tierras del Bajo Aragón. Echo una última mirada hacia la Peña del Cucón y me pregunto: “¿cómo le gustaría a ella que se la llamase?. ¿Qué nombre consideraría mas apropiado? ¿El que le han dado los vecinos de Foz o el que utilizan los vecinos de Mas de las Matas?.” Estoy seguro que no le importa como se la llame, lo único que desea es que no nos olvidemos de ella. Que la admiremos y la respetemos como hasta ahora, pues es lo que le da fuerzas para seguir allí, erguida y orgullosa, haciendo frente al tiempo y los elementos para que futuras generaciones puedan también contemplarla.

miércoles, 7 de agosto de 2013

CASTILLO DE CASTELLOTE



Clemente, y tú también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios!… A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de este año…“.


 Fueron las últimas palabras que pronunció Jacques de Molay, ultimo maestre de la Orden del Temple, mientras era quemado en la hoguera. Lo curioso es que, según parece, la maldición o profecía de Molay se cumplió. A los treinta y tres días de la ejecución de los templarios moría el Papa Clemente V en el castillo de Roquemaure, posiblemente envenenado, y el rey Felipe IV de Francia nueve meses después misteriosamente mientras cazaba.

La leyenda que envuelve a la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Salomón, comúnmente conocida como Orden del Temple, ha sido continuamente reinterpretada e investigada. Por la relevancia que adquirieron estos caballeros en su época, el misterio que los rodeaba y su trágico final, se ha convertido en protagonista de innumerables novelas del género.

Los caballeros templarios fueron monjes guerreros, grandes administradores y los precursores de la banca moderna. Su fastuoso patrimonio, la originalidad y los misterios que rodeaban a sus construcciones y el hecho de ser una Orden reservada y no accesible a cualquiera, ha supuesto que a su alrededor hayan nacido infinidad de leyendas que han llegado a nuestra época.

Muy cerca de Alcorisa, en la localidad vecina de Castellote, podemos contemplar uno de los lugares donde aquellos fascinantes caballeros marcaron en piedra uno de los episodios de su misteriosa historia. Un lugar majestuoso cuya visita es obligada.
 
Inicio mi camino cogiendo la carretera A-225 en dirección a Mas de las Matas. Una vez allí circunvalo la localidad, y encuentro en mi camino la intersección con la carretera A-226 proveniente de Calanda. Una vez he llegado al cruce, giro a mi derecha incorporándome a dicha vía, que sin dejarla me conducirá a la localidad de Castellote.

Dejo a mi izquierda el pequeño, pero encantador, barrio de Abenfigo, donde la carretera comienza a picar hacia arriba y el terreno empieza a configurar hondos barrancos y escarpados peñascos. No es difícil adivinar que allí comienzan las tierras donde el General Cabrera, protegido por esa violencia orográfica, delimitó su territorio durante las guerras carlistas.
Comienzo a atravesar el túnel que da acceso a Castellote. Lo he atravesado en innumerables ocasiones, pero nunca dejo de preguntarme lo que debió suponer para los vecinos la apertura, el 15 de septiembre de 1899, de aquellos 300 metros de desescombro. 300 metros de sufrimiento que abrían a los castellotanos una comunicación imprescindible con el Bajo Aragón.

Una vez en el casco urbano del municipio, tomo la primera calle que me encuentro a la derecha, ascendiendo en paralelo a la desembocadura del túnel hasta que llego a lo mas alto de la vía. Giro entonces a la izquierda y me encamino por una estrecha calle hasta una céntrica plaza. En este breve recorrido distingo grandes caserones, pórticos adintelados, pavimentos empedrados, fuentes con extrañas esculturas, recovecos, pasadizos y el maravilloso patio del Ayuntamiento. No cabe duda de que el municipio de Castellote disfrutó de gran esplendor en época medieval, y todavía quedan muchos vestigios de ello.


Aparco el coche en la plaza antes mencionada y nada mas bajar del vehículo observo con detenimiento lo que me rodea. Restos de una antigua muralla, una pequeña fuente, el antiguo torreón templario, utilizado hoy como centro de interpretación, y a su lado la Ermita de la Virgen del Agua del siglo XVII. Estos dos últimos edificios bien merecerían un artículo propio, pues a lo largo de la historia han sido de gran importancia en la tradición castellotana.

Inicio mi camino por la calle que sube sobre los restos de la vieja muralla. Apenas a 20 metros se abre una bocacalle a la derecha que mediante unas escaleras asciende a otra calle paralela. Giro de nuevo a la derecha y continuo por esa vía hasta que encuentro el camino carretero que antiguamente daba acceso a la localidad, y que hoy es el comienzo del ascenso al castillo una vez abandonas el casco urbano. Un casco urbano sinuoso, costerudo, escarpado, laberíntico… Una distribución arquitectónica propia de la época medieval.

Nada mas comenzar el ascenso aparecen restos de antiguas construcciones, de lo que, en tiempos de las ordenes militares, fue delimitado como la antigua villa. Veo una bandera aragonesa deteriorada por el tiempo sobre un muro de piedra y argamasa de una anchura considerable. Parece una antigua balsa, quizá el lugar desde donde se dirigía el agua hacia la población en el pasado.

Desde allí ya se puede distinguir una estructura metálica, pavimentada con traviesas ferroviarias, que sirve para vencer los primeros 20 metros de ascensión a la imponente fortaleza. Desemboca en lo que parece ser el antiguo sendero que daba acceso al Castillo. Un camino completamente restaurado y protegido en toda su longitud por una valla metálica. El ascenso no se hace pesado. El poder ayudarme de la valla y las vistas extraordinarias de las que disfruto, hacen de este camino costerudo y lleno de piedras un recorrido bello y entretenido.

Conforme me acerco a la fortaleza puedo distinguir su verdadero tamaño. Muros extraordinariamente altos descansan sobre las verticales paredes de la montaña, en algo similar a una construcción imposible. Donde antiguamente estaba el portón levadizo que daba acceso al Castillo hoy existe un puente de reciente construcción, pero al pasar sobre él siento el cosquilleo intranquilo de quien se adentra en un lugar inexpugnable. Un lugar cuyos muros han sido manchados con la sangre de guerreros de todas las épocas. Cuyos impertérritos cimientos han visto despeñarse a cientos de personas que lucharon en pro de una causa que, probablemente, ni tan siquiera sentían como suya.

Accedo al primer recinto y observo detenidamente los cambios que ha sufrido la fortaleza desde la última restauración. Se ha realizado un importante desescombro y se han consolidado los restos levantando un metro todos los cimientos existentes, no sólo para que hoy podamos hacernos una idea de cómo era la fortaleza en 1840, año en el que tuvo lugar una de las batallas mas cruentas de la Guerra entre Carlistas e Isabelinos, sino también para la seguridad de aquellos que la visitamos.


La fortaleza de Castellote ha sido, durante toda su historia, un bastión para los ejércitos que se han enfrentado en las diferentes guerras en las que el Maestrazgo turolense ha sido el escenario. La historia de este castillo comienza con la reconquista del territorio de manos musulmanas por parte de Alfonso I el Batallador. Tras varios cambios de titularidad entre musulmanes y nobles aragoneses es finalmente la Orden del Santo Redentor la que consigue afianzar la frontera con la conquista de Villarluengo. En 1196, Alfonso II disuelve la Orden, pasando sus pertenencias a la del Temple. Comienza entonces una época de bonanza y expansión que culmina con la concesión de carta puebla a las villas de Castellote y las Cuevas, y el privilegio de un mercado semanal los sábados, otorgado por Jaime I.

Los Templarios fueron buenos señores y grandes administradores, hecho que queda demostrado cuando, tras ordenar Jaime II la disolución de la orden, los habitantes de la zona desobedecieron los mandatos reales poniéndose del lado de los monjes guerreros ante el asedio de las tropas de la Corona. Finalmente, tras 11 meses confinados entre las murallas del Castillo, y debido al hambre y las heridas, el comendador Guillén de Villalba rinde la fortaleza, que pasa a estar en posesión de la Orden del Hospital, que la ocuparía hasta 1769.

Otro de los episodios sangrientos de este fortín inexpugnable fue durante la I Guerra Carlista. El General Espartero, al mando de 32 batallones y 19 cañones, sitió el Castillo en el que se refugiaban 4 compañías carlistas. La batalla duro 4 días, en los que llovieron sobre la fortaleza alrededor de 3400 proyectiles. Quedaron destrozadas casi por completo las murallas exteriores y, por si fuera poco, el General Espartero mandó volar la torre del homenaje una vez rendida la plaza, por miedo a que las tropas carlistas volvieran a atrincherarse en ella.

          La historia de estas viejas murallas no pasa desapercibida. Es fácil distinguir en su construcción los robustos y labrados sillares de la época templaría y la fabrica de mampostería de la reconstrucción llevada acabo por orden del Infante Carlos tras visitar el Castillo en 1837. Es increíble las veces que los seres humanos hemos tropezado una y otra vez en la piedra de la destrucción, del odio, del egoísmo y de la violencia. Somos únicos en destrozar de un plumazo todo aquello que hombres sabios fueron capaces de levantar. Construcciones formidables, que deberían ser admiradas por todos, acaban sucumbiendo al barbarismo de las guerras y los enfrentamientos injustificables.

Me paseo animado por las diferentes estancias de la fortaleza. El baluarte, la atalaya, el patio de armas, la sala capitular, la torre del homenaje, los diferentes aljibes, la recién excavada bodega, las puertas reconstruidas con arcos de medio punto, las innumerables marcas de cantería que podemos distinguir en los sillares… La última restauración permite configurar en nuestro cerebro una imagen aproximada de la estructura original. Un lugar olvidado durante años y que hoy es vigía orgulloso de la actividad social que envuelve la localidad de Castellote. Sus muros agonizantes se han convertido en anfitriones orgullosos de aquellos visitantes que deciden adentrarse en su historia y leyendas, para conocer cómo vivían aquellos antiguos moradores que, bajo el manto blanco y la cruz paté, dieron esplendor a las nuevas tierras conquistadas.

Desde allí distingo la maravillosa vista del Pantano de Santolea, el valle del Guadalope en su camino hacia Abenfigo, las antiguas minas de carbón, la fachada de la Ermita de la Virgen del Agua, los palomares de las antiguas casas solariegas de la localidad… Llama mi atención la envergadura de la “Casa de Don José”. Según he leído en la pagina web del Ayuntamiento de Castellote, “la casa de Don José fue profundamente reformada a principios del XIX en estilo neoclásico. También, como en Casa Planas, tiene una escalera monumental, cubierta con cúpula decorada con figuras bíblicas y simbólicas. El edificio es de tres plantas. En la tercera unos vanos con forma de óculos sustituyen a la típica galería de los palacios aragoneses.”. En esta casa se hospedó el Duque de la Victoria, General Espartero, durante el asedio a la fortaleza y, según cuentan, pese a la deteriorada situación en la que se encuentra, todavía podemos ver la cama en la que durmió.

Por el otro lado distingo, en un angosto barranco, la Ermita del Llovedor, aprisionada bajo dos imponentes muros de roca caliza, que lloran junto a ella por el tiempo pasado. Mas allá el valle del Guadalope, a su paso por las huertas del Mas de las Matas y Aguaviva, e incluso se puede distinguir, muy al fondo, el contraste de colores de las naves industriales del polígono de  Las Horcas de Alcañiz. Sin duda alguna aquel lugar no solo era un bastión defensivo inigualable, sino también un lugar de descanso, de paz y misticismo en el que disfrutar con la belleza paisajística que se abre a sus pies.


Abandono el castillo por el acceso opuesto al puente levadizo, junto a las escaleras de la sala capitular. Desciendo hacia el barranco por una senda sinuosa y de difícil tránsito. Ya desde allí puedo distinguir la sobria construcción en mampostería del acueducto medieval que dirigía el agua del barranco del Llovedor hacia la villa de Castellote. Es una obra fascinante, que rodea la montaña para atravesar el antiguo paso carretero que unía el Bajo Aragón y el Maestrazgo.

El acueducto, según se puede leer, está compuesto por once arcos ciegos de mampostería, adosados a la roca y sustentados sobre pilastras que terminan en una arcada mayor que atraviesa el barranco, conocida como “Puente del gigante”. Dicho acueducto fue aprovechado como soporte para una conducción de fibrocemento, pero el deterioro del mismo supuso la rotura parcial de muchos tramos de tubería. En la actualidad, el abastecimiento de la población se realiza a través de un túnel excavado en la montaña.


Vuelvo por el sendero que bordea el barranco del Llovedor, por la falda de la escarpada montaña que sostiene los muros centenarios del Castillo. Mientras me dirijo de nuevo hacia el coche, disfruto del impactante paisaje, de la vegetación y de los fascinantes planeos que los buitres leonados realizan sobre mi cabeza.

El lugar y su ubicación son extraordinarios. Lugares como aquél, la belleza, el misticismo y las sensaciones que uno siente cuando lo recorre, son, en parte, los que han hecho crecer el misterio y la leyenda alrededor de aquellos monjes guerreros. Caballeros que, con sus acciones, su discreción y sus asombrosas construcciones, nos han dejado un legado de luces y sombras. Un legado que todavía hoy nos afanamos en descifrar.