Francisco observaba con tristeza la sierra de La Ginebrosa. A
esas horas su hermano ya habría ingresado en el convento del desierto, ya sería
uno más de esos frailes devotos de San Elías que alguna vez había visto
comerciando en las calles de Castelseras.
Aquella mañana había sido distinta a todas las demás. Jamás había
disfrutado de un almuerzo tan copioso. Torrijas, buñuelos, pan con vino y azúcar,
conserva… y todo porque su hermano mayor se iba a tomar el habito al Convento
de Calanda.
“Cuando cumplas los 14 años Francisco tu también tendrás que
decidir, o bien sigues de pastor con tu madre y conmigo aquí en la masada o
tomas el habito como tu hermano”. Le dijo su padre mientras daba buena cuenta
de la conserva.
Francisco llevaba toda la mañana pensando en aquello. Tenía
12 años y medio, y llevaba casi ocho años pastoreando el pequeño ganado de la
familia por los llanos y las dehesas existentes entre Castelseras, Calanda y
Alcañiz. A él le gustaba aquella vida, disfrutaba recorriendo aquellas tierras con
Luna y Sol, sus perros, y con las casi sesenta ovejas que formaban su rebaño.
Era cierto que algunas veces la soledad era pesada compañera,
pero por lo general adoraba aquel trabajo que su padre le había encomendado
hacia ya muchos años. Además, en realidad no estaba solo, tenía a sus perros, a
las ovejas, a otros pastores y masoveros que encontraba en su continuo
deambular, y por supuesto también estaba Ramón, que le hacía compañía todos los
días mientras Francisco disfrutaba de los manjares que guardaba en el jubón.
Precisamente eso era lo que estaba haciendo entonces. Subido
sobre aquel promontorio rocoso de arenisca que se había convertido en su
refugio, Francisco saboreaba el pan y la magra que su madre le había dado
aquella mañana para comer.
“Ramón, echaría de menos momentos como estos si tomara el
habito” Dijo Francisco mientras observaba a su pétreo y amorfo amigo. Tras
quedarse unos instantes absorto observando la silueta de la bella Tolocha,
Francisco tomo su navaja y comenzó a tallar en la mano de Ramón un gallato.
Cuando hubo terminado dijo: “Pastores, seremos pastores
siempre”
¿Puede ser este el motivo por el
que el petroglifo más elaborado del Bajo Aragón lleva un cayado en su mano
derecha? Jamás lo sabremos, pero sin lugar a dudas es un sano ejercicio
imaginar aquello que se desconoce.
Enclavado en el término municipal
de Alcañiz, entre esta localidad y las de Castelseras y Calanda, muy cerca del
Monte Ardid y de las balsas de los nuevos regadíos de la zona, se encuentra
sobre un pequeño promontorio rocoso este extraño petroglifo que todavía hoy
sobrevive a los envites del tiempo.
Los expertos creen que se trata
de arte pastoril de los siglos XVIII y XIX, pero como en todo, hay voces
contrarias a esta primera teoría que datan el petroglifo en milenios.
Es curiosa la similitud que tiene
nuestro amigo con otro petroglifo localizado con un dron en el desierto de
Utah, en Estados Unidos, vosotros mismos podéis compararlos.
Sea como fuere, ya forma parte
del patrimonio de nuestra comarca, ya es una obra de arte, y deberíamos asegurar
su conservación.
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