Nos encontramos en los primeros días
de abril de 1492, en un viejo caserón de piedra sillar ubicado en la calle
Mayor, y propiedad de la noble familia de los Beltrán.
Precisamente, Pedro Beltrán,
Alcaide de la villa de Blesa, lugar en el que se desarrolla la historia, mira
orgulloso el edicto enviado por Don Alonso de Aragón, Arzobispo de Zaragoza, en
el que se daba a conocer el decreto promulgado en Granada por sus majestades
los Reyes Católicos, en el que se oficializaba la expulsión de los judíos del
Reino de Castilla y la Corona de Aragón.
Don Pedro, infanzón y Alcaide de
la ilustre villa de las cuencas mineras allá por el año en el que se rindió
Granada, sonreía burlonamente mientras leía una y otra vez el pergamino
recibido.
- - Me habéis mandado llamar – Le interrumpió su
bella hija.
- - Pasa, pasa… ¿Sabes lo que es esto? – Pregunto inquisitivamente
Don Pedro señalando el documento
- - No padre. ¿Debería de saberlo?- Contesto ella
- - Yo te diré lo que es. Este pergamino es el que
va a conseguir lo que yo no he podido hasta ahora. Este pergamino es la espada
que por fin va a romper ese amor inconsciente que os traéis entre manos tú y el
hijo de ese rabino deslenguado. Dios ha escuchado mis suplicas y ha querido que
nuestro Rey Fernando acabe lo que yo no he sido capaz. Los judíos han sido
expulsados, abandonaran la Corona, de hecho les he dado 24 horas para que dejen
la villa, sino responderán ante Dios en la horca.
Una fría lágrima resbala por la suave mejilla de la joven. Abandona la estancia a toda prisa mientras intenta reprimir los desgarradores sollozos procedentes de su corazón roto. Don Pedro observa de nuevo el edicto real con satisfacción, sonríe por última vez y se retira a su alcoba.
A la Mañana siguiente Pedro Beltrán
es informado de que su hija abandono la casa de madrugada y no volvió. El
Alcaide, imaginando el desenlace, envía a sus hombres en busca de la caravana judía.
“Traedme a mi hija, viva o muerta” grita desesperadamente.
Sin embargo, sus hombres no
logran encontrar la comitiva del Rabino Abraham. Y no lo logran porque dicha
comitiva aun no había abandonado el pueblo. Informado el Alcaide de que los judíos
partían en ese momento, y ante la falta de efectivos, decide personarse él ante
aquellos herejes traidores que pretendían arrebatarle a su hija.
Una vez localizados los judíos
Don Pedro da el alto a la comitiva. Las miradas de aquellos que habían perdido
sus casas y muchas de sus pertenencias son una mezcla de tristeza, desesperación
y odio. El alcaide baja de su caballo y examina a cada uno de los individuos
que formaban la comitiva. En uno de los caballos distingue al apuesto hijo del
rabino, y tras él, montada sobre el mismo lomo, su hija cubierta con un oscuro hábito
que le tapaba parte de la cara.
Don Domingo se acerca, y con un
violento movimiento saca su espada y grita: “Si no estás junto a tu padre, estarás
junto a Dios” mientras intenta atravesar el frágil cuerpo de la chica. En ese
momento, antes de que el acero de la espada entre en contacto con los tejidos
que cubren el cuerpo de la joven, el hijo del rabino atraviesa el corazón del
Alcaide con una bella daga engarzada de piedras preciosas. Antes de morir, Don
Domingo Beltrán puede ver la sonrisa burlona de su hija, que se aleja junto a
su amado rumbo a un lugar donde su amor no sea un pecado.
Horas tardaron en encontrar al
Alcaide, que fue echado a un estercolero y cubierto de piedras. Horas precisas
para que los dos amados abandonaran las tierras donde les reclamó la justicia.
Ya nada más se supo de aquella pareja, pero el pueblo en recuerdo de su Alcaide,
vendió la bella daga que segó su vida y con aquellos dineros construyeron un
monumento en su honor, un monumento que recordase la lucha de aquel viejo
Alcaide contra la herejía, una herejía que no solo acabo con su vida, también se
llevo a su hija.
Ese monumento se llamo “Cruz de Hituelo”
y, pese a las modificaciones sufridas a lo largo de su historia, todavía hoy
podemos contemplarla y disfrutarla.
Algo así pudo suceder en Blesa en
el año 1492, algo así pudo ser el origen del bellísimo peirón de Hituelo.
Salvador Gisbert Jimeno, autor del libro “Leyendas y tradiciones turolenses”
narra la leyenda a su manera, permitiréis que este modesto explorador se haya
aventurado a narrarla a la suya. Jejeje.
Sea como fuere no cabe duda que
el patrimonio, adornado con historias, leyendas, mitos… es algo más que un bien
inventariado, es algo más que una construcción antigua, es el recuerdo de todas
aquellas vivencias y experiencias que sucedieron a su alrededor a lo largo de
la historia. Merece la pena recordarlas.
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