viernes, 17 de enero de 2014

CONVENTO DE CALANDA

        Hoy  visitamos un lugar escondido, oculto sobre los grandes barrancos de la sierra de la Ginebrosa. Abrupta formación rocosa que divide el río Guadalope entre los valles de Mas de las Matas y Calanda.



         Su difícil acceso ha hecho que muchos de sus visitantes hayan deambulado sin rumbo por las pistas forestales que lo rodean sin conseguir encontrarlo. Son varias las posibilidades que el visitante tiene para llegar hasta esta fastuosa obra del siglo XVII, pero en esta ocasión, y por recomendación de los habitantes de la zona, tomaremos la ruta que se inicia en la localidad de La Ginebrosa.

         Tomo la A-225 en dirección a la localidad vecina de Mas de las Matas. Rodeo la localidad por la variante construida para tal fin, y  me incorporo a la carretera A-226 en dirección a Castellote. Me fijo a mi derecha en el Matadero municipal, uno de los pocos mataderos de nuestra zona que cumple las exigencias de la Unión Europea, lugar de peregrinación de muchas de las carnicerías del Bajo Aragón, que se ven obligadas a desplazarse hasta esta localidad para realizar la matanza.  Poco después vuelvo a tomar la carretera A-225 en dirección a Aguaviva girando hacia la izquierda en el cruce que se encuentra a unos 100 metros del matadero.

         Atravieso el Río Guadalope y recorro aproximadamente 5 kilómetros hacia la localidad de Aguaviva. Una vez allí, encuentro un desvío hacia la izquierda en dirección al municipio de La Ginebrosa tomando la carretera A-1409. Atravieso el Río Bergantes y continúo por la margen derecha de su cauce hasta que la carretera comienza a picar hacia arriba. El enorme valle formado por los ríos Guadalope y Bergantes, y compuesto por las huertas de Aguaviva y Mas de las Matas es un valle plagado de árboles frutales, melocotón en su mayoría, e inundado de enormes masias, encargadas de dar cobijo a los trabajadores de esas tierras cuando los medios de transporte no eran ni tan sofisticados ni tan rápidos como los actuales.
          Al llegar a la localidad de La Ginebrosa es cuando llega la parte complicada del recorrido. Nada mas salir del casco urbano, y en dirección hacia la Cañada de Verich veo a mi izquierda un camino en línea recta, el primer camino que encontraremos nada mas salir de la Ginebrosa y el camino que debemos coger para poder llegar a nuestro destino.  A mi derecha varias granjas escoltan mi trayecto hasta que llego a una intersección. Una vez en ella tomo el camino hacia la izquierda y continúo mi recorrido varios kilómetros hasta que este se divide en tres. Continúo por el camino de más a la derecha, el que asciende por la ladera de la montaña y nos introduce ya en el joven pinar. Continúo por ese camino y comienzo a descender por la cara norte de la montaña en dirección al embalse de Calanda. Tras un par o tres de kilómetros de descenso, tomo el primer camino en buen estado que encontraremos a la derecha. Asciendo la ladera y comienzo de nuevo un pequeño descenso.


Observo un camino a mi izquierda que se introduce serpenteante por el abrupto valle formado por promontorios rocosos que le dan forma. Puedo distinguir una vieja construcción en lo alto de una de las dos colinas que lo secundan, parece una vieja ermita, quizá un punto de vigilancia de los antiguos moradores del lugar. Giro hacia la izquierda y comienzo a descender. Comienzan a verse viejas construcciones derruidas con el paso del tiempo y la acción salvaje del ser humano, algo me dice que estoy cerca de mi destino. 

         Empiezo a distinguir la enorme construcción. Un edificio en piedra sillar de extraordinarias dimensiones que ejerce de testigo mudo, de vigilante silencioso ante la inmensidad del valle que se abre ante él. Pese a estar en estado ruinoso conserva todo su porte, su estructura original, la inmensidad de sus estancias, la dignidad de la basílica y la cúpula que lo acompaña y la dificultad arquitectónica que tuvo que suponer semejante obra de ingeniería en un lugar tan lejano. Alrededor de la edificación principal se distinguen varias construcciones satélite encargadas en su día de dar servicio a los moradores del lugar, prueba inequívoca de la incesante actividad que en tiempos pasados tuvo que tener el lugar. 

         Aparco mi vehiculo en la explanada artificial que preside la fabulosa entrada a la iglesia. Busco entre las montañas cercanas signos de existencia de algún tipo de excavación, de algún resto que me indique cual fue el lugar del que los canteros arrancaron, con la maestría que les caracterizaba,  los grandes bloques de piedra que componen el puzzle de tan sobresaliente construcción, pero no consigo distinguir nada. Examino entonces con detalle la sobria portada del templo, distingo hasta tres símbolos distintos tallados en los diferentes sillares que soportan erguidos y orgullosos el paso del tiempo, señal inequívoca de la participación de, al menos, tres maestros canteros distintos en la construcción del monasterio.


         El Monasterio de Calanda, fundado en 1682 por carmelitas descalzos bajo la advocación de San Elías, es un conjunto conventual de gran tamaño que llego a albergar hasta 40 religiosos. A lo largo de su historia ha tenido que ser parcialmente reconstruido en dos ocasiones, en 1705 con motivo de la guerra de sucesión y en 1809 con motivo de la guerra de la independencia. Aun hoy, pese a su deteriorada situación podemos distinguir los cambios constructivos sufridos con el paso del tiempo.


         Fijo la mirada en una inscripción que todavía perdura  sobre el lugar que en su día debió ocupar la talla de San Elías, en ella dice: “VIVIT DOMINUS DEUS ISRRAEL”. La portada del Templo, de construcción barroca, es simple y muy sobria, pero su elegancia constructiva y su simetría nos dan alguna pista de la majestuosidad que aquel lugar tuvo en tiempos pasados. Me introduzco en la nave central de la iglesia accediendo por la puerta principal. En la cara sur del monasterio hay un cartel avisándonos de que el estado es ruinoso, y que esta prohibido acceder al interior, así que si finalmente nos aventuramos a infringir la prohibición debemos saber que es bajo nuestra responsabilidad y que debemos hacerlo con sumo cuidado, pues los antiguos monasterios disponían de criptas, bodegas y sistemas de alcantarillado que pueden hacernos sufrir algún accidente. Sin olvidar, claro esta lo que tenemos sobre nuestras cabezas, ya que también se puede sufrir algún desprendimiento.

         Pese a que el tejado del Templo esta prácticamente derruido y las paredes han estado expuestas durante años a la inclemencia de los fenómenos atmosféricos y al vandalismo de algunos desalmados que han decidido que las paredes de este edificio histórico sean su bloc de notas particular, todavía hoy podemos distinguir parte de la riqueza escultórica y pictórica de que dispuso la iglesia. Podemos observar restos de pintura decorativa y formaciones en yeso que decoraban la parte superior de la Nave. Llama la atención la impresionante cúpula que se abre sobre nosotros, la mayor parte de ella todavía mantiene su estructura original, aunque el inmisericorde paso del tiempo ya ha conseguido abrir un par de agujeros en ella. Dispone de ocho capillas y el altar mayor. Altar que en sus inicios fue construido en madera utilizando los recursos disponibles de la zona, y fue trasladado a Calanda tras el abandono del Monasterio debido a la Desamortización de Mendizábal. Desde entonces el Monasterio ha estado en manos privadas, manos que no han estado a la altura para preservar su conservación.

         Observo a mi izquierda lo que antiguamente fue la puerta que unía el templo con el resto del convento. Paso con cuidado bajo un tronco raído hasta un pasillo que atravesaba la construcción de norte a sur, un pasillo que  bajo mi punto de vista, vertebraba las diferentes estancias, la basílica, la casa o palacio del lider espiritual de aquellos eremitas, los dormitorios, el comedor y la cocina y el claustro. Hay que andar con sumo cuidado debido a los innumerables derrumbes que ha sufrido la construcción, pero el lamentable estado de conservación no impide en absoluto contemplar la riqueza arquitectónica del lugar. 

         Todavía se distingue el pequeño claustro, presidido en el centro del mismo por un pozo actualmente seco. El comedor donde los religiosos escuchaban los rezos emitidos desde el pulpito mientras devoraban los caseros alimentos. La cocina que aun hoy tiene decoradas sus paredes por el negro hollín y en la que todavía es perfectamente visible el horno donde cocían su propio pan. La pequeña residencia del Prior con sus diferentes estancias. Los enormes pasillos abovedados que componían los sótanos del Convento. El antiguo manantial, carente hoy del líquido elemento bien por la sequía bien por la falta de mantenimiento del lugar. 

En resumen, pese a su lamentable estado, todavía hoy somos capaces de adivinar la grandiosidad que en un tiempo pasado tuvo aquel lugar. No es difícil imaginar al cenobio Carmelita cultivando las fértiles tierras de labor que componen el monasterio, no es difícil imaginar el aroma a pan recién hecho saliendo del viejo pero todavía conservado horno, no es difícil imaginar los rezos, cantos y reflexiones que esos espectaculares muros, muros orgullosos que se niegan a sucumbir al paso del tiempo, han escuchado durante cada día mientras la comunidad moraba en el monasterio.

Me dirijo de nuevo hacia la explanada principal, desde allí se pueden distinguir las grandes extensiones de cultivo de los nuevos regadíos, las plantaciones de melocotón que acompañan al Guadalope en su lento discurrir por las tierras del Bajo Aragón, las grandes construcciones industriales de los polígonos alcañizanos y la localidad de Castelseras
Por ultimo abro mis pabellos auditivos al sonido de la naturaleza. Intento entender a través del oído el porque aquellos frailes escogieron esta lejana y perdida ubicación para formar su comunidad. Intento aislar los sonidos y las sensaciones que ellos buscaban en este lugar, pero solo oigo un estruendoso sonido, el sonido de motores revolucionados, el sonido de la gasolina al explosionar dentro de un motor. Incluso desde aquí se oyen los rugidos incansables de los cientos de caballos que hay en el interior de los coches de competición que ruedan en Motorland. 




Sonrío, echo un ultimo vistazo al convento y susurro: “Si los frailes levantaran la cabeza”






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