En
esta ocasión visitare un bello rincón de los antiguos dominios de los
caballeros de la Orden del Temple. Caballeros medievales cuya trágica historia
ha dado pie a infinidad de leyendas, libros y misterios. Una Orden Militar tan
poderosa, que incluso los reyes y estados europeos les debían cantidades
ingentes de dinero. Por este motivo, y por la envidia que suscitaba su
extraordinaria capacidad política, económica y militar, Felipe IV El Hermoso,
Rey de Francia, intimidó al papa Clemente V para que abriera un proceso contra
ellos, acusándolos de herejía por testigos coaccionados también por el mismo
rey. Ese fue el final oficial de la Orden, aunque muchas son las teorías que
apuntan que aun hoy perviven como sociedad secreta, instalados en los centros
del poder político y económico del mundo civilizado.
Salgo de Alcorisa en dirección a Alcañiz,
desviándome hacia la derecha por la carretera autonómica A-225 que me llevara a
la vecina localidad de Mas de las Matas. Tomaré la variante que bordea el
municipio, fijándome a nuestra derecha en la majestuosidad de la torre de su
iglesia, que con 63,5
metros
de altura, es una de las más altas de todo Aragón. Continúo por la A-226 en
dirección a Castellote. Dejo a la izquierda la pequeña población de Abenfigo,
que pese a tener muy pocos vecinos conserva sus calles engalanadas con plantas
de un verde intenso que desprenden colores llamativos cada primavera.
Más adelante observo la imponente silueta de las ruinas del
castillo templario de Castellote, recientemente consolidadas, mientras me
acerco a una gran pared de roca caliza, vigía incansable de la ermita de la
virgen del agua, patrona de la localidad. Atravieso el túnel, puerta natural a
la Comarca del Maestrazgo. En esta Comarca los elementos se han
confabulado a lo largo de miles de millones de años para dar forma a un lugar
tan bello como difícil, un lugar de condiciones geográficas extremas pero de
sensaciones mágicas y maravillosas. Un lugar que debe su nombre a la presencia
de los Maestres de las Ordenes militares del Temple, San Juan y Montesa, que
durante cientos de años ostentaron el señorío de estos dominios.
Continúo por la
A-226 en dirección a Cantavieja, y dejo a un lado el Embalse de Santolea. Es
inevitable comparar las presas de Calanda y Castellote, es inevitable admirar a
aquellas personas que sin los medios técnicos actuales, realizaron una obra de
esa envergadura y de tan bella factura. “Eso era construir, y no lo de ahora”
Esas son las palabras que articulan mis labios mientras mi vehículo se desliza
por el primero de los túneles que debo atravesar. Poco antes de llegar al
puente de Perojil, a la izquierda, justo enfrente del camino que da acceso a
los barracones de unas minas, rehabilitados y actualmente usados como Aula de
Estudio de la Naturaleza, veo un cartel indicativo que me señala el merendero
de Perojil, abandono la carretera y tomo ese camino.
Para aquellos a los que les apetezca andar,
tenéis la posibilidad de dejar el coche en ese merendero y ascender por las
orillas del cauce hasta el lugar que hoy voy a visitar. Para los que prefieran
el vehículo como transporte, la opción es continuar el camino hasta la aldea de
Perojil, dejando esta a mano derecha, ascendiendo por el pinar hasta que
nuestro coche vuelva a recuperar la horizontalidad. Será en ese momento cuando
deberéis fijaros bien a nuestra derecha, desviándoos por un camino de gravilla
practicable, de pendiente pronunciada, que desciende hasta las orillas del río.
Inicio la marcha en dirección hacia las montañas que se elevan a mi izquierda,
aguas arriba del río. El inicio es pedregoso, lleno de cantos rodados que el
agua, el tiempo y la erosión se han encargado de depositar allí. Cuando andamos
por terrenos así es muy recomendable mirar hacia nuestros pies. Muchos somos
los que hemos dado con los huesos en el suelo por caminar sobre cantos rodados
admirando el paisaje que nos rodea. Mi consejo es ir mirando por donde andamos
y parar cada vez que queramos observar algo de nuestro entorno, además, buscar
entre las piedras, fósiles o formaciones extrañas, también nos puede dar
sorpresas muy agradables.
Continúo por la orilla del río alrededor de un kilómetro y lo cruzo saltando de
piedra en piedra para evitar mojarme los pies. Para aquellos que carezcan de un
mínimo de agilidad atlética les recomiendo que se descalcen y pasen el rió
andando, el hecho de que vehículos a motor atraviesen ese punto ha hecho que
las piedras del fondo se hayan compactado, y nuestros pies no sufrirán tanto
como lo harían caminando por un suelo no pisado.
En mi camino veo la fauna y la flora típicas del bosque de ribera, incluso si
permanezco en silencio puedo escuchar el croar de alguna rana que ha hecho de
aquel lugar su casa. Dadas las fechas que la mayoría elegimos para realizar
nuestras excursiones, es más que probable que nos encontremos con una gran
cantidad de mosquitos, que zumbaran a nuestro alrededor mientras vayamos
junto al líquido elemento. A mi derecha dejo la Masía del Huergo, una masía
deteriorada por los años y el descuido de sus gentes. Una masía cuya
importancia en tiempos pasados no pasa desapercibida. Buscando información
sobre ella, encontré en el blog “Las letras desde Cazarabet” una descripción
exacta a lo que yo imagine observando su construcción y edificios anexos, dice
así:
“El Mas de Huergo se encuentra a dos kilómetros de la
población de Las Planas. Esta masía es el conjunto de edificios. Resalta un
torreón de planta rectangular, todo de piedra y con tres alturas, es parte de
la casa principal de la masía. Delante una plaza grande y con aspiraciones a
perdurar en la historia. En esta masía se cultivaba cereal, vid, aceite,
legumbres y no pocos frutales. Alrededor crecen carrascas y pinos. En el
cultivo de la vid se logró cosechar muy buena uva que dio un vino muy apreciado
en la zona… En los alrededores de El Huergo se criaban moreras que alimentaban
a los hambrientos gusanos de seda que eran un importante aporte económico a los
ingresos más tradicionales de la típica economía de la lana y de la
agricultura. Había un molino de aceite, varias casas acondicionadas para
elaborar vino, un molino harinero y un horno de leña.”
Continúo ascendiendo, acercándome
cada vez más a la montaña que, no sé todavía muy bien como, esconde al río
Bordón en su camino hacia el embalse de Santolea. Puedo apreciar la herida
profunda que las aguas cristalinas han causado, una grieta labrada en la
roca y a la que, desde la posición actual, no puedo ver el fondo. Poco a poco
la vegetación me permite distinguir una imagen de películas olvidadas, de
luchas de caballeros, derechos de pernada y pago de diezmos... Películas en las
que la joven y bella protagonista, hija de un señor feudal, se baña desnuda en
el pozo transparente de un pequeño río, junto al puente medieval donde nuestro
protagonista, un pobre pero noble caballero, observa escondido tan bella
escena.
Conforme me acerco distingo la
arcada de piedra del viejo puente, el agua mansa y clara que envuelve en
tonalidades verdes el fondo de un pequeño pozo esculpido por los años. Y al
fondo, más allá, una pequeña cascada cuyo sonido nos tranquiliza, nos alivia,
nos entumece... Un lugar que me retrotrae a tiempos pasados, que nos enseña la
combinación perfecta entre construcciones artificiales y bellos espacios
naturales, que nos demuestra que aprovechar los recursos nunca es sinónimo de
destruir un ecosistema.
Asciendo por una pequeña rampa
pronunciada a la senda empedrada que, antiguamente, fue camino real entre
Castellote y Cantavieja. El eje que vertebraba los territorios de los Pobres
Caballeros del Templo de Jerusalén, el lugar por donde transcurría la vida, la
esperanza y en ocasiones la sangre y las batallas de aquellos nuevos pobladores
que se instalaron en la zona tras la reconquista allá por el siglo XII.
Actualmente por allí discurre el sendero de gran recorrido número 8, comúnmente
conocido como GR-8. Me acerco al puente de piedra, un pequeño puente carretero
que pese al peso que ha soportado durante siglos y siglos continua impasible,
orgulloso, sin ningún atisbo de derrota, facilitando el paso a todo aquel ser
vivo que decida cruzar la línea marcada por las aguas del río Bordón.
Observo aguas abajo la
inmensidad del valle, todavía existen tierras cultivadas en él, distingo al
fondo las montañas que acompañan el discurrir lento y sinuoso de la antigua
carretera de Santolea, observo el inmenso manto verde del pinar que pudo
salvarse de aquel devastador incendio que asolo gran parte de la riqueza
natural del Maestrazgo, un incendio lejano en el tiempo, pero presente todavía
en el recuerdo. Me pregunto hasta donde subirán las aguas del embalse con su
nueva ampliación, cuantos metros de bellísimo paisaje quedaran sepultados por
sus aguas.
Me doy la vuelta. Es curioso como a
veces el hombre aprovecha las opciones que nos da la naturaleza para utilizar
sus recursos sin apenas afectar al medio. Me gustaría conocer quién y cuándo
diseño el aprovechamiento de un pequeño resalto en el río para dirigir el agua,
tallando la roca, hacia los molinos de aceite y harina que todavía existen,
aunque en desuso, aguas abajo. Levanto la mirada y observo la impresionante
hendidura, el desfiladero natural que se abre ante mí. El camino sinuoso que
durante miles de años las aguas, provenientes de las tierras queseras de
Tronchón, han ido moldeando. En su parte más ancha, el cañón puede tener
dos o tres metros, y la altura de las paredes rocosas laterales puede
llegar en su parte más alta a una centena de metros. Así a vuela pluma, diría
que su longitud puede ser de aproximadamente dos kilómetros, y supone el final
de los llamados “estrechos del Bordón”. Es aquí, ante la vista cansada de un
viejo y consistente puente, donde el rió abandona las estrecheces marcadas por
los acantilados que lo acompañan desde la localidad de Bordón para, pocos
metros antes de fundirse con el Guadalope, salir a la libertad de un valle
ancho y productivo.
Dejo aquel lugar con la
certeza de que, cuando el tiempo impregne nuestra piel del calor seco del
verano, volveré para bañarme en aquel pequeño pozo. Hecho un último vistazo al lugar
y me recreo en sus leyendas. Imagino al joven iniciado de la poderosa Orden en
su peregrinar cansado desde Castellote hacia la Iglesia de la Carrasca de
Bordón, lugar donde, según cuentan los amantes del misterio, los nuevos
candidatos pasaban su última noche antes de recibir al sol como auténticos
Caballeros del Temple. Lo imagino sediento, aprovechando las claras y
cristalinas aguas del río para saciar su sed. Lo imagino orgulloso, pensando
que ese camino era el comienzo de su nueva vida.
Fascinado
de nuevo por la historia y los misterios de aquella Orden caída en desgracia
reanudo mi camino. Sin duda la maravillosa tierra del Maestrazgo será la
protagonista de muchas de mis exploraciones, y estoy convencido que no será la
última vez que deba hablar de aquellos extraordinarios caballeros.
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