lunes, 16 de septiembre de 2013

CHORRO DE SAN JUAN

             
         
              Hay momentos especiales a lo largo de nuestra vida. Momentos en los que el cuero cabelludo se eriza, las terminaciones nerviosas de nuestro cuerpo comienzan a emitir señales en forma de pequeños cosquilleos y nuestro cerebro se relaja ante las imágenes que el nervio óptico le envía. Sucede, por ejemplo, cuando estás subido sobre una enorme roca, observando la inmensidad del valle que se abre bajo tus pies. Y si además esa visión está acompañada del sonido melodioso del agua al precipitarse por el acantilado y del dulce aroma del romero y el tomillo, la situación es todavía mucho más especial.

            Esas son las sensaciones que se sienten en el lugar que visitaremos hoy. Porque cuando uno se encarama a lo alto del chorro de San Juan en las Cuevas de Cañart, tiene la sensación de estar conectado a un complejo cargador de baterías hecho de material calizo que, poco a poco, nos va transfiriendo la energía de la tierra para que nuestra fuerza vital siga permitiéndonos disfrutar de cada minuto en esta carrera de obstáculos llamada “vida”.

            Inicio la excursión por la Nacional 211 en dirección a Teruel, desviándome a la derecha en el cruce que nos lleva a la localidad de Berge. Dejo el embalse de Gallipuen a mi izquierda. Es curioso que de todos los ríos de la margen derecha del Ebro, el Guadalopillo sea el único que no se ha embravecido con las continuas precipitaciones de este invierno. Una cuestión que quizá debería ser objeto de un estudio geológico profundo.

            Atravieso el casco urbano de Berge (¡qué grandes recuerdos futbolísticos guardo de esta localidad!) y continúo en dirección al municipio de Molinos. Sin dejar la carretera, circunvalo el monumental municipio de las grutas de cristal. Molinos y su término municipal son un museo en sí mismos por su enorme riqueza patrimonial y natural.

            Continúo por la carretera TE- 40. Ésta fue en sus inicios una pista forestal, pero la Diputación Provincial la asfaltó transformándola en carretera provincial. Actualmente, gracias a  la reciente conexión entre esta vía y la antigua carretera que discurre junto a la margen izquierda del embalse de Santolea,  se ha convertido en una salida imprescindible para los vecinos de Dos Torres del Mercader, Ladruñan y las Cuevas de Cañart. Es precisamente por esa conexión, la cual encuentro a mi derecha después de una decena de kilómetros, por la que debo dirigirme a mi destino.

            La carretera comienza picando hacia arriba durante unos kilómetros hasta que coronamos en una gran altiplanicie desde la que podemos distinguir tanto la sierra de Majalinos como los aerogeneradores de las montañas de Olocau del Rey. Comienza a notarse el cambio de cuenca hídrica: los barrancos son más escarpados, de mayor impacto visual, y las pendientes de la vía alcanzan porcentajes dignos de una gran etapa de las grandes rutas ciclistas. Precisamente al final de la escalofriante bajada es donde encuentro el último cruce que, girando a la derecha, me llevará a los contornos del antiguo dominio templario de las Cuevas de Cañart.

    
          Llama mi atención una formación rocosa esculpida a mi derecha, en la ladera de la montaña. Los vecinos de las Cuevas la llaman “El Morrón”, y si no fuera por la distancia que nos separa de Foz Calanda diría que “El Morrón” y “El Cucón” bien podrían ser hermanos mellizos.
            Conforme voy acercándome puedo distinguir el color rojizo que corona los tejados de la población. Me sorprende sobremanera el tamaño de la iglesia, enorme para una localidad de menos de cien vecinos, y mas cuando ya existían en la misma dos conventos que disponían de sus propios templos. He conocido después que la población de las Cuevas de Cañart en 1900 era de 648 personas, lo que explica el tamaño del principal edificio religioso.

            Las Cuevas de Cañart es actualmente un barrio de Castellote debido a la incesante pérdida de población que sufrió durante todo el siglo XX. Su mayor esplendor fue en la época de las órdenes militares, formando parte de la encomienda del Temple de Castellote en un primer momento y de la orden del Hospital una vez los primeros fueron disueltos. Los orígenes de su construcción se remontan a la época en que el Maestrazgo era la frontera que separaba los territorios cristiano e islámico. Cuevas de Cañart se construyó como núcleo defensivo avanzado para consolidar las endebles fronteras existentes en ese momento, y su arquitectura y estructura urbana responden a ese objetivo. De hecho, el casco urbano todavía conserva hoy rasgos inequívocos de aquellas épocas.

             Un paseo por Cuevas de Cañart no deja indiferente a nadie. Tras siglos y siglos de violencia,  deterioro y pérdida de población, todavía hoy podemos admirar el Portal de Marzo,  grandes casonas, antiguos conventos, estructuras medievales y los restos de la que fue su fortaleza, convertida en una curiosa ermita por el aspecto de su techumbre. Actualmente, y gracias a las infraestructuras hosteleras que se han construido en la localidad, Cuevas de Cañart es un lugar de retiro y descanso. Un lugar donde los pulsos acelerados de las grandes capitales recuperan la sensación de libertad y tranquilidad, de volver a ser dueños de ellos mismos.

            Conforme llego al núcleo urbano tomo la calle que queda a mi izquierda. Continúo por ella sin dejarla hasta que circunvalo por completo la localidad. A mi derecha, antes de cruzar un pequeño puente, distingo una fuente de piedra cuya estructura nos da una pista de su antigüedad. Aparco el coche allí mismo y recargo la cantimplora mientras observo el lavadero anexo. Los lavaderos públicos eran escenarios de dialogo y debate, donde se reunían todas las mujeres del pueblo para lavar su colada mientras socializaban con las vecinas. Un lugar ideal para hablar de todo, sin miedo al oído censor de los maridos.

            Desde allí también se pueden observar las ruinas del convento de monjes Servitas que, por su tamaño, tuvo que ser una congregación bastante numerosa. Unida a la de las Concepcionistas Franciscanas debieron convertir a Cuevas en un lugar de suma importancia católica, donde el culto y la devoción a Dios debían ser el pan de cada día. Me acerco a contemplar con curiosidad los restos de este antiguo convento. Es poco lo que nos ha dejado el tiempo, pero en algunas capillas podemos contemplar aun hoy las viejas molduras de escayola y parte de los frescos que decoraban sus paredes.

            Vuelvo sobre mis pasos decidido a emprender la marcha hacia nuestro lugar de destino. Tomo la primera calle que encuentro a mi derecha, nada mas pasar la fuente, y, después de unos metros, vuelvo a girar a mi derecha por la siguiente. Esta nueva calle discurre bajo los pies de la antigua fortaleza, que aún se deja ver en los restos de muro de mampostería y piedra sillar. Sigo por esa misma vía hasta que encuentro una intersección de dos caminos encementados, uno que se dirige hacia la izquierda en dirección a la montaña y otro a la derecha que se introduce en el casco urbano. Tomo el primero de ellos y continuo por él sin dejarlo, pues es el que nos conducirá al chorro de San Juan.
            Conforme avanzo ya puedo distinguir el agua deslizándose por una enorme cortada. Interrumpo la marcha e intento escuchar el sonido del agua al precipitarse al vacío. Estoy demasiado lejos y no puedo oír nada, la puesta de sol se acerca y los cantores plumíferos aprovechan los últimos rayos de luz para entonar sus melodías.

            Reanudo la marcha. El camino, aunque encementado y de poca dificultad técnica, puede hacerse muy duro para las personas que no suelan hacer ninguna actividad física, pues el ascenso es continuado y en algunos lugares las pendientes son más que considerables. A un lado y otro se distinguen las huertas de los habitantes del municipio. Me sorprende que sean tantas las que aun hoy permanecen activas, cuidadas con esmero, con la tradición ancestral de aquellos antepasados que no disponían de herramientas mecánicas para realizar la artística labor de la horticultura. No cabe duda de que el agua utilizada para el cultivo de toda la ladera de la montaña tiene que ser la que la naturaleza vierte al vacío unos metros más arriba.

            Los últimos metros de ascensión se me hacen eternos. Estoy ansioso por descubrir los misterios que se esconden sobre esa caída de agua, por sentir lo que aquellos antiguos moradores sintieron en ese lugar para decidir hacer de él su descanso eterno. Ya distingo un cartel indicativo en el que se puede leer la palabra “Tumbas”. Junto a él hay un pequeño panel explicativo deteriorado por el sol en el que es imposible descifrar una palabra. Ya hace tiempo que no cumple su función.

            Me situó junto al cartel y observo. Una sinuosa senda desciende unos metros hacia un puente de madera que atraviesa el cauce del pequeño riachuelo. Han aprovechado su caudal para habilitar un abrevadero donde los rebaños, tanto domésticos como salvajes pueden saciar su sed sin  riesgo a despeñarse. Distingo una canalización que dirige el agua hacia la orilla izquierda del salto, quizá desde donde se capta para regar la ladera y para el consumo de la población. Al otro lado puedo ver una pequeña estructura artificial que parece ser una fuente y, mas allá, un promontorio rocoso que domina todo el valle.

          Reanudo mi camino por la sinuosa senda, atravieso el puente y asciendo hacia el promontorio. Las pequeñas oquedades talladas en la piedra aparecen de repente, sin avisar, sin ningún orden. Esculpidas sin ningún tipo de patrón, con distinta orientación, nivel y tamaño. Es difícil hacerse una idea de porque la tribu ibera eligió ese lugar o por qué sólo unos pocos del clan tuvieron el honor de ser enterrados allí. Me llama la atención el tamaño de las tumbas. Algunas son demasiado pequeñas para que un hombre de tamaño medio de la actualidad pudiera ser enterrado allí, pero hay que tener en cuenta que el tamaño de aquellos hombres era muy inferior al nuestro. Sea como fuere, el descanso eterno que pretendían fue truncado por la avaricia y la necesidad, por aquellos que consideraban los sepulcros ajenos como cofres del tesoro. Algunos para poder llevarse un trozo de pan a la boca, y otros por el hecho de poseer algún objeto de incalculable valor.

Me acerco temeroso al borde del precipicio. El agua cae violentamente, impactando sobre la roca  y diseminándose por los canales naturales que el liquido elemento ha tallado sobre la caliza, canales teñidos de verde intenso por el numeroso musgo que los decora. Desde aquí arriba la imagen es extraordinaria, pero desde el fondo del acantilado es incluso mas sorprendente si cabe.

Agudizo todos los sentidos. La sensación es indescriptible, los sonidos, los olores,  las imágenes… Ante mí la explosión de colores que la naturaleza regala a nuestros sentidos cada primavera en la sierra de la Garrocha. Disfruto de los tonos amarillos y blancos con los que se visten las aliagas y romeros, o el gris claro de la roca iluminada por los rayos del sol. Además, los verdes intensos del valle se combinan con las variadas tonalidades de las flores de los árboles frutales. La vista es preciosa, la sensación especial.
     

        Sobre esa roca solo puedes sentir paz. Allí te das cuenta de lo ridículo que es el ser humano comparado con la complejidad del medio natural, lo inconscientes que somos las personas al creernos con derecho a destrozar el intrincado, pero fascinante, puzzle que la naturaleza ha moldeado.

         No  hay  duda  de que aquellos que decidieron ubicar allí los enterramientos tuvieron la misma sensación, pero… ¿son esas sensaciones el único motivo?. Solo aquellos "antiguos" tienen la respuesta, nosotros solo podemos especular.

El cielo comienza a enrojecer con los últimos rayos del sol, es el momento de volver sobre mis pasos. Mientras desciendo echo un último vistazo al imponente chorro de San Juan y mi sorpresa es mayúscula. Dos siluetas rocosas escoltan impasibles el líquido elemento en su caída a la profundidad del barranco. Dos siluetas cuya forma recuerda los rostros de dos elefantes que observan desde las alturas el devenir del valle de Cuevas de Cañart. Dibujo con la mirada cada una de ellas. La trompa, las orejas, el ojo… sin lugar a dudas parecen dos elefantes.

Es en ese momento cuando mi cerebro elabora una teoría absurda sobre los enterramientos: Iberos, elefantes… ¿Y si aquellos que allí fueron enterrados conocían la historia de Aníbal Barca, general cartaginés que tuvo en jaque a todo el imperio romano con su incursión en territorio italiano después de haber atravesado la península ibérica, los pirineos y los Alpes acompañado de elefantes de guerra?. ¿Y si alguno de aquellos sepulcros perteneció a algún guerrero ibero que formó parte del ejército de uno de los generales más audaces de la historia?. Quizá esas siluetas fueron el detonante para que aquellas tumbas se ubicasen en ese lugar. Quizá aquellos que fueron testigos directos de las enormes bestias que Aníbal utilizo como instrumentos de guerra quisieron ver en esas siluetas una señal del poder que desprendía el lugar, de la fuerza de aquellas montañas.

           Dejo de divagar, es el momento de volver al coche. La historia está llena de teorías absurdas sobre acontecimientos inexplicables que solo aquellos que los vivieron podrían explicar. Sabemos mucho de la historia, pero es mucho más aquello que desconocemos de ella.



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