“Clemente,
y tú también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el
Tribunal de Dios!… A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe,
dentro de este año…“.
Fueron las últimas palabras
que pronunció Jacques
de Molay, ultimo maestre de la Orden del Temple, mientras era quemado en la
hoguera. Lo curioso es que, según parece, la maldición o profecía de Molay se
cumplió. A los treinta y tres días de la ejecución de los templarios moría el
Papa Clemente V en el castillo de Roquemaure, posiblemente envenenado, y el rey
Felipe IV de Francia nueve meses después misteriosamente mientras cazaba.
La leyenda que envuelve a la Orden
de los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Salomón, comúnmente conocida
como Orden del Temple, ha sido continuamente reinterpretada e investigada. Por
la relevancia que adquirieron estos caballeros en su época, el misterio que los
rodeaba y su trágico final, se ha convertido en protagonista de innumerables
novelas del género.
Los caballeros templarios
fueron monjes guerreros, grandes administradores y los precursores de la banca
moderna. Su fastuoso patrimonio, la originalidad y los misterios que rodeaban a
sus construcciones y el hecho de ser una Orden reservada y no accesible a
cualquiera, ha supuesto que a su alrededor hayan nacido infinidad de leyendas
que han llegado a nuestra época.
Muy cerca de Alcorisa, en la
localidad vecina de Castellote, podemos contemplar uno de los lugares donde
aquellos fascinantes caballeros marcaron en piedra uno de los episodios de su
misteriosa historia. Un lugar majestuoso cuya visita es obligada.
Inicio mi camino cogiendo la
carretera A-225 en dirección a Mas de las Matas. Una vez allí circunvalo la
localidad, y encuentro en mi camino la intersección con la carretera A-226
proveniente de Calanda. Una vez he llegado al cruce, giro a mi derecha
incorporándome a dicha vía, que sin dejarla me conducirá a la localidad de
Castellote.
Dejo a mi izquierda el
pequeño, pero encantador, barrio de Abenfigo, donde la carretera comienza a
picar hacia arriba y el terreno empieza a configurar hondos barrancos y
escarpados peñascos. No es difícil adivinar que allí comienzan las tierras
donde el General Cabrera, protegido por esa violencia orográfica, delimitó su
territorio durante las guerras carlistas.
Comienzo a atravesar el túnel
que da acceso a Castellote. Lo he atravesado en innumerables ocasiones, pero
nunca dejo de preguntarme lo que debió suponer para los vecinos la apertura, el
15 de septiembre de 1899, de aquellos 300 metros de desescombro. 300 metros de
sufrimiento que abrían a los castellotanos una comunicación imprescindible con
el Bajo Aragón.
Una vez en el casco urbano del
municipio, tomo la primera calle que me encuentro a la derecha, ascendiendo en
paralelo a la desembocadura del túnel hasta que llego a lo mas alto de la vía.
Giro entonces a la izquierda y me encamino por una estrecha calle hasta una
céntrica plaza. En este breve recorrido distingo grandes caserones, pórticos
adintelados, pavimentos empedrados, fuentes con extrañas esculturas, recovecos,
pasadizos y el maravilloso patio del Ayuntamiento. No cabe duda de que el
municipio de Castellote disfrutó de gran esplendor en época medieval, y todavía
quedan muchos vestigios de ello.
Aparco el coche en la plaza
antes mencionada y nada mas bajar del vehículo observo con detenimiento lo que
me rodea. Restos de una antigua muralla, una pequeña fuente, el antiguo torreón
templario, utilizado hoy como centro de interpretación, y a su lado la Ermita
de la Virgen del Agua del siglo XVII. Estos dos últimos edificios bien
merecerían un artículo propio, pues a lo largo de la historia han sido de gran
importancia en la tradición castellotana.
Inicio mi camino por la calle
que sube sobre los restos de la vieja muralla. Apenas a 20 metros se abre una
bocacalle a la derecha que mediante unas escaleras asciende a otra calle
paralela. Giro de nuevo a la derecha y continuo por esa vía hasta que encuentro
el camino carretero que antiguamente daba acceso a la localidad, y que hoy es
el comienzo del ascenso al castillo una vez abandonas el casco urbano. Un casco
urbano sinuoso, costerudo, escarpado, laberíntico… Una distribución arquitectónica
propia de la época medieval.
Nada mas comenzar el ascenso
aparecen restos de antiguas construcciones, de lo que, en tiempos de las
ordenes militares, fue delimitado como la antigua villa. Veo una bandera
aragonesa deteriorada por el tiempo sobre un muro de piedra y argamasa de una
anchura considerable. Parece una antigua balsa, quizá el lugar desde donde se
dirigía el agua hacia la población en el pasado.
Desde allí ya se puede
distinguir una estructura metálica, pavimentada con traviesas ferroviarias, que
sirve para vencer los primeros 20 metros de ascensión a la imponente fortaleza.
Desemboca en lo que parece ser el antiguo sendero que daba acceso al Castillo.
Un camino completamente restaurado y protegido en toda su longitud por una valla
metálica. El ascenso no se hace pesado. El poder ayudarme de la valla y las
vistas extraordinarias de las que disfruto, hacen de este camino costerudo y
lleno de piedras un recorrido bello y entretenido.
Conforme me acerco a la
fortaleza puedo distinguir su verdadero tamaño. Muros extraordinariamente altos
descansan sobre las verticales paredes de la montaña, en algo similar a una
construcción imposible. Donde antiguamente estaba el portón levadizo que daba
acceso al Castillo hoy existe un puente de reciente construcción, pero al pasar
sobre él siento el cosquilleo intranquilo de quien se adentra en un lugar
inexpugnable. Un lugar cuyos muros han sido manchados con la sangre de
guerreros de todas las épocas. Cuyos impertérritos cimientos han visto
despeñarse a cientos de personas que lucharon en pro de una causa que,
probablemente, ni tan siquiera sentían como suya.
Accedo al primer recinto y
observo detenidamente los cambios que ha sufrido la fortaleza desde la última
restauración. Se ha realizado un importante desescombro y se han consolidado
los restos levantando un metro todos los cimientos existentes, no sólo para que
hoy podamos hacernos una idea de cómo era la fortaleza en 1840, año en el que
tuvo lugar una de las batallas mas cruentas de la Guerra entre Carlistas e
Isabelinos, sino también para la seguridad de aquellos que la visitamos.
La fortaleza de Castellote ha
sido, durante toda su historia, un bastión para los ejércitos que se han
enfrentado en las diferentes guerras en las que el Maestrazgo turolense ha sido
el escenario. La historia de este castillo comienza con la reconquista del
territorio de manos musulmanas por parte de Alfonso I el Batallador. Tras
varios cambios de titularidad entre musulmanes y nobles aragoneses es
finalmente la Orden del Santo Redentor la que consigue afianzar la frontera con
la conquista de Villarluengo. En 1196, Alfonso II disuelve la Orden, pasando
sus pertenencias a la del Temple. Comienza entonces una época de bonanza y
expansión que culmina con la concesión de carta puebla a las villas de
Castellote y las Cuevas, y el privilegio de un mercado semanal los sábados,
otorgado por Jaime I.
Los Templarios fueron buenos
señores y grandes administradores, hecho que queda demostrado cuando, tras
ordenar Jaime II la disolución de la orden,
los habitantes de la zona desobedecieron los mandatos reales poniéndose del
lado de los monjes guerreros ante el asedio de las tropas de la Corona.
Finalmente, tras 11 meses confinados entre las murallas del Castillo, y debido
al hambre y las heridas, el comendador Guillén de Villalba rinde la fortaleza,
que pasa a estar en posesión de la Orden del Hospital, que la ocuparía hasta
1769.
Otro de los episodios
sangrientos de este fortín inexpugnable fue durante la I Guerra Carlista. El
General Espartero, al mando de 32 batallones y 19 cañones, sitió el Castillo en
el que se refugiaban 4 compañías carlistas. La batalla duro 4 días, en los que
llovieron sobre la fortaleza alrededor de 3400 proyectiles. Quedaron
destrozadas casi por completo las murallas exteriores y, por si fuera poco, el
General Espartero mandó volar la torre del homenaje una vez rendida la plaza,
por miedo a que las tropas carlistas volvieran a atrincherarse en ella.
La historia de
estas viejas murallas no pasa desapercibida. Es fácil distinguir en su
construcción los robustos y labrados sillares de la época templaría y la
fabrica de mampostería de la reconstrucción llevada acabo por orden del Infante
Carlos tras visitar el Castillo en 1837. Es increíble las veces que los seres humanos
hemos tropezado una y otra vez en la piedra de la destrucción, del odio, del
egoísmo y de la violencia. Somos únicos en destrozar de un plumazo todo aquello
que hombres sabios fueron capaces de levantar. Construcciones formidables, que
deberían ser admiradas por todos, acaban sucumbiendo al barbarismo de las
guerras y los enfrentamientos injustificables.
Me paseo animado por las
diferentes estancias de la fortaleza. El baluarte, la atalaya, el patio de
armas, la sala capitular, la torre del homenaje, los diferentes aljibes, la
recién excavada bodega, las puertas reconstruidas con arcos de medio punto, las
innumerables marcas de cantería que podemos distinguir en los sillares… La
última restauración permite configurar en nuestro cerebro una imagen aproximada
de la estructura original. Un lugar olvidado durante años y que hoy es vigía
orgulloso de la actividad social que envuelve la localidad de Castellote. Sus
muros agonizantes se han convertido en anfitriones orgullosos de aquellos
visitantes que deciden adentrarse en su historia y leyendas, para conocer cómo
vivían aquellos antiguos moradores que, bajo el manto blanco y la cruz paté,
dieron esplendor a las nuevas tierras conquistadas.
Desde allí distingo la
maravillosa vista del Pantano de Santolea, el valle del Guadalope en su camino
hacia Abenfigo, las antiguas minas de carbón, la fachada de la Ermita de la
Virgen del Agua, los palomares de las antiguas casas solariegas de la
localidad… Llama mi atención la envergadura de la “Casa de Don José”. Según he
leído en la pagina web del Ayuntamiento de Castellote, “la casa de Don José
fue profundamente reformada a principios del XIX en estilo neoclásico. También,
como en Casa Planas, tiene una escalera monumental, cubierta con cúpula
decorada con figuras bíblicas y simbólicas. El edificio es de tres plantas. En
la tercera unos vanos con forma de óculos sustituyen a la típica galería de los
palacios aragoneses.”. En esta casa se hospedó el Duque de la Victoria,
General Espartero, durante el asedio a la fortaleza y, según cuentan, pese a la
deteriorada situación en la que se encuentra, todavía podemos ver la cama en la
que durmió.
Por el otro lado distingo, en
un angosto barranco, la Ermita del Llovedor, aprisionada bajo dos imponentes
muros de roca caliza, que lloran junto a ella por el tiempo pasado. Mas allá el
valle del Guadalope, a su paso por las huertas del Mas de las Matas y Aguaviva,
e incluso se puede distinguir, muy al fondo, el contraste de colores de las
naves industriales del polígono de Las Horcas de Alcañiz. Sin duda alguna
aquel lugar no solo era un bastión defensivo inigualable, sino también un lugar
de descanso, de paz y misticismo en el que disfrutar con la belleza
paisajística que se abre a sus pies.
Abandono el castillo por el
acceso opuesto al puente levadizo, junto a las escaleras de la sala capitular.
Desciendo hacia el barranco por una senda sinuosa y de difícil tránsito. Ya
desde allí puedo distinguir la sobria construcción en mampostería del acueducto
medieval que dirigía el agua del barranco del Llovedor hacia la villa de
Castellote. Es una obra fascinante, que rodea la montaña para atravesar el
antiguo paso carretero que unía el Bajo Aragón y el Maestrazgo.
El acueducto,
según se puede leer, está compuesto por once arcos ciegos de mampostería,
adosados a la roca y sustentados sobre pilastras que terminan en una arcada
mayor que atraviesa el barranco, conocida como “Puente del gigante”. Dicho
acueducto fue aprovechado como soporte para una conducción de fibrocemento,
pero el deterioro del mismo supuso la rotura parcial de muchos tramos de
tubería. En la actualidad, el abastecimiento de la población se realiza a
través de un túnel excavado en la montaña.
Vuelvo por el sendero que
bordea el barranco del Llovedor, por la falda de la escarpada montaña que
sostiene los muros centenarios del Castillo. Mientras me dirijo de nuevo hacia
el coche, disfruto del impactante paisaje, de la vegetación y de los
fascinantes planeos que los buitres leonados realizan sobre mi cabeza.
El lugar y su ubicación son
extraordinarios. Lugares como aquél, la belleza, el misticismo y las
sensaciones que uno siente cuando lo recorre, son, en parte, los que han hecho
crecer el misterio y la leyenda alrededor de aquellos monjes guerreros.
Caballeros que, con sus acciones, su discreción y sus asombrosas
construcciones, nos han dejado un legado de luces y sombras. Un legado que
todavía hoy nos afanamos en descifrar.
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